Domingo Tercero de Adviento, Ciclo A
Is. 35,1-6a. 11; Sal 145,7. 8-9a. 9bc-10;
St 5,7-10; Mt 11,2-11
Avanza el tiempo de Adviento, tiempo en el que la Iglesia quiere que
reavivemos la virtud de la esperanza, tan esencial para nuestra vida cristiana. El
tiempo de Adviento no debe pasársenos sin una reflexión y meditación sobre la
esperanza.
Pero, ¿Qué es, como la vives, cuál es tu experiencia? Así como sin fe no hay
cristianismo, sin amor no podemos vivir la comunión con Dios y con los hermanos,
sin esperanza no hay rumbo, ni ilusión, si no se cree, si no se ama y no se espera,
la vida es una vida sin sentido: desconectada de todo…
De hecho, el evangelio de hoy nos presenta la pregunta que hicieron a Jesús:
“¿eres tú el que esperábamos, o debemos esperar a otro?”.
Ahora, en adviento, si de verdad queremos revisar nuestra esperanza, es
preciso que volvamos la pregunta hacia nosotros, tal como Cristo nos la haría:
“¿soy yo en quien esperan, o esperan en otras personas o cosas?”. Esa es la
pregunta que nos debemos hacer: ¿a quién esperamos?
En el mundo encontramos mucha gente que vive en la desesperación;
también a nosotros no ha pasado no pocas veces: nos hemos desesperado ante
tantas circunstancias. Quizá, no tenemos siempre una verdadera esperanza.
La esperanza no sólo consiste en aceptar teóricamente la existencia de una
vida inmortal. Porque, en realidad, ¿cuánto suspiramos por ella, deseamos llegar a
ella, ponemos los medios?, ¿nosotros, cristianos, soñamos y anhelamos la llegada
del mundo futuro, no sólo aquí, sino más allá de la muerte? ¿Dónde están los
cristianos que buscan ardientemente en su vida los signos de la venida del Señor?
¿A cuántos cristianos enfermos de cáncer -es sólo un ejemplo- hay que ocultarles la
verdadera naturaleza de su enfermedad incurable porque la sola noticia de la
proximidad de su muerte -término natural y lógico al que desde que nacimos nos
estamos acercando y del que nunca hemos dudado- les podría producir un shock
psicológico? Al creer en el mundo futuro, ¿esperamos verdaderamente el encuentro
con Dios tras la muerte, la adquisición de una existencia nueva, potenciada y
enriquecida por el influjo pleno del poder glorificante y creador de Dios? ¿A quién
esperamos? La esperanza es un deseo, pero no todos los deseos son esperanza
cristiana.
La esperanza se distingue de la espera. La espera es un deseo de un bien
que no depende de nosotros mismos. Llegará, y es deseado por nosotros, pero
nosotros no podemos hacer nada para provocar su venida. La esperanza, por el
contrario, es un deseo de algo que depende por lo menos en parte de nosotros
mismos. Por eso la esperanza verdadera tiene un sentido activo, concreto, eficaz.
Por decirlo de un modo gráfico y breve, la esperanza es “desear provocando
lo que se desea”. La esperanza, por eso, siempre compromete. Y en el compromiso
de la persona, por contrapartida, se ve su esperanza. Dime por qué luchas y te diré
cuál es tu esperanza. Ahí tenemos pues la clave para responder a nuestra
pregunta: ¿a qué esperamos?, o ¿en qué tenemos puesta nuestra esperanza?
Bastará observar nuestra propia vida, nuestra propia lucha, nuestros compromisos,
para ver qué esperanza nos anima. Dónde está tu tesoro allí está tu corazón.
Quizá en este análisis podremos comprobar que tenemos mucha de nuestra
esperanza puesta en el consumo, en el dinero, en el medro social, en la subida de
los salarios, en el confort, en la diversión, en la felicidad fácil... Estamos rodeados
de personas que ponen en cualquiera de estas cosas su verdadera y más profunda
esperanza. Una esperanza que en el fondo no deja de ser sino bien superficial.
Aunque una verdadera esperanza, religiosa y trascendente, no deja de estar
conectada con estas realidades humanas, concretas y hasta materiales, la verdad
es que todas estas pequeñas esperanzas no son suficientes para el corazón
humano. Pueden engañarlo algún tiempo, pero no mucho más. A la postre las
esperanzas pequeñas fallan. Todos esos pequeños ídolos a quienes nos confiamos
acaban por abandonarnos (Ver la caída del muro de Berlín y el ocaso de las
ideología marxista en los países del socialismo real). Sólo entonces muchos
hombres encuentran la verdadera esperanza, lo cual no deja de ser lamentable.
La esperanza cristiana es una esperanza global y trascendente. Se eleva por
encima de todas las pequeñas esperanzas, para después centrarlas, purificarlas,
integrarlas en una meta trascendente, único lugar donde cobran un sentido
aceptable para el hombre. Por eso, de alguna manera, no se puede tener esperanza
sino en la medida que uno se siente limitado. El hombre es un ser que necesita una
promesa para poder existir. Se siente menesteroso, limitado, acosado, como un
fuego artificial que se sabe lleno de una vitalidad pasajera. La muerte crece dentro
de él al mismo compás que la vida misma. En ese contexto, del conjunto de
fracasos, de limitaciones, de pequeños anhelos frustrados, surge un deseo global de
un bien ilimitado y trascendente, que engloba y eleva toda nuestra menesterosidad.
Sólo vamos al fondo de nuestro ser seremos capaces de sentir la necesidad de la
esperanza. Sólo así -de alguna manera- seremos personas capaces de esperanza.
De una esperanza global, trascendente y total que, como tal, ya es objeto de
gracia, gratuita, y que necesita un tú absoluto en el que apoyarse: Dios.
Es preciso pues revisar, reflexionar, profundizar nuestra esperanza. ¿A quién
esperamos? Tener esperanza cristiana es haber elegido a Jesús como futuro
nuestro. Y si nos alejamos de esta esperanza, ¿a quién iremos?
“¿Eres tú el que esperábamos, o debemos esperar a otro?”. Nos responde: sí,
soy Yo, vive, alégrate, desea, pon los medios y prepárate en nuestros encuentros
diarios, al encuentro eterno, donde ya no habrá dolor, ni lágrimas, ni muerte…
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)