25 de diciembre
Is 52,7-10; Sal 97,1. 2-3ab. 3cd-4. 5-6;
Hebr 1,1-6; Juan 1,1-18
¡Si pudiéramos imaginar realmente cómo era la situación de la humanidad
antes de la venida de Cristo! ¡Si pudiéramos penetrar realmente lo que sentía la
gente que esperaba al Mesías prometido! Es tan fácil ahora que ya Cristo vino
tomar su venida como un derecho adquirido y hasta darnos el lujo de rechazar o de
no importarnos lo que Dios ha hecho para con nosotros: todo un Dios se rebaja
desde su condición divina para hacerse uno como nosotros. ¿Nos damos cuenta
realmente de este misterio que, además de misterio, es el regalo más grande que
se nos haya podido dar?
¿Cómo podemos acostumbrarnos a esta idea tan excepcional? ¿Cómo
podemos no conmovernos cada Navidad ante este misterio insólito? ¿Cómo
podemos no agradecer a Dios cada 25 de diciembre por este grandísimo regalo que
nos ha dado?
Los Profetas del Antiguo Testamento, nos hablan de que la humanidad se
encontraba perdida y en la oscuridad, subyugada y oprimida, hasta que vino al
mundo “un Nio”. Fue así como “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran
luz... se rompi el yugo, la barra que oprimía sus hombros y el cetro de su tirano”.
Ante esta situación de opresión y de oscuridad, podemos imaginar la alegría
inmensa ante el anuncio del Ángel a los Pastores cercanos a la cueva de Belén: “Les
traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: hoy les ha
nacido en la ciudad de David, un salvador, que es el Mesías, el Seor”.
Si este “Nio” no hubiera nacido estaríamos aún bajo “el cetro del tirano”, el
“príncipe de este mundo”. Pero con la venida de Cristo, con el nacimiento de ese
Niño hace dos mil años, se ha pagado nuestro rescate y estamos libres del
secuestro del Demonio…
Con su nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección, Cristo vino a
establecer su reinado, “a establecerlo y consolidarlo” , desde el momento de su
nacimiento “y para siempre”. Y su Reino no tendrá fin.
Y ese Dios que se rebaja hasta nuestra condición humana, levanta nuestra
condición humana hasta su dignidad. En efecto, nos dice San Juan al comienzo de
su Evangelio (Jn. 1, 1-18), que Dios concedi “a todos los que le reciben, a todos
los que creen en su Nombre, llegar a ser hijos de Dios”.
Esto que se repite muy fácilmente, pues, de tanto oírlo, sin poner la atención
que merece, se nos ha convertido en un “derecho adquirido”, es un inmenso
privilegio. ¡Hijos de Dios! ¡Lo mismo que Jesucristo! El se hace Hombre y nos da la
categoría de hijos de Dios; nos lleva de nuestro nivel de indignidad a su nivel de
dignidad; de lo humano a lo divino… Ahora, “podemos compartir la vida divina de
Aquél que ha querido compartir nuestra vida humana” 1 .
Es así como “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran Luz”. Y esa
Luz que es Cristo nos hace, además de hijos de Dios, herederos del Reino de los
Cielos y confiere a nuestra humanidad derechos de eternidad.
Por eso, como reza el Prefacio de Navidad III: “resplandece ante el mundo el
maravilloso intercambio que nos salva; pues al revestirse el Hijo de nuestra frágil
condición, no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por
esta unin admirable nos hace a nosotros eternos”.
Por eso aclamemos, con los labios, el corazón y las obras, llenos de alegría,
junto con los coros angélicos del día de Navidad: ¡“Gloria a Dios en el Cielo”!
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)
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