VIERNES SANTO
Is 52,13-53,12; Sal 30,2 y 6. 12-13. 15-16. 17 y 25;
Hebr 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1-19,42
Los frutos de la cruz
Hoy es el primer día del Triduo Pascual, que inauguramos con la Eucaristía
vespertina de ayer. De esa gran unidad que forman la muerte y la resurrección de
Jesús y que llamamos «Pascua», hoy celebramos de modo intenso el primer acto,
la « Pascha Crucifixionis ». Aunque este recuerdo de la muerte está ya hoy lleno de
esperanza y victoria. A su vez, la fiesta de la Resurrección, a partir de la Vigilia
Pascual, seguirá teniendo presente el paso por la muerte: «Cristo, nuestra
Pascua, fue inmolado», diremos en el prefacio pascual.
Los frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno de los ladrones, después
de reconocer sus pecados, se dirige a Jesús: “Seor, acuérdate de mí cuando
estés en tu reino”. Le habla con la confianza que le otorga el ser compaero de
suplicio. Seguramente habría oído hablar antes de Cristo, de su vida, de sus
milagros. Ahora ha coincidido con Él en los momentos en que parece estar oculta
su divinidad. Pero ha visto su comportamiento desde que emprendieron la marcha
hacia el Calvario: su silencio que impresiona, su mirar lleno de compasión ante las
gentes, su majestad grande en medio de tanto cansancio y de tanto dolor. Estas
palabras que ahora pronuncia no son improvisadas: expresan el resultado final de
un proceso que se inició en su interior desde el momento en que se unió a Jesús.
Para convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha
bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor. Escuchó el Señor
emocionado, entre tantos insultos, aquella voz que le reconocía como Dios. Debió
producir alegría en su corazón, después de tanto sufrimiento. Yo te aseguro, le
dijo, que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.
La eficacia de la Pasión no tiene fin. Ha llenado el mundo de paz, de
gracia, de perdón, de felicidad en las almas, de salvación. Aquella Redención que
Cristo realizó una vez, se aplica a cada hombre, con la cooperación de su libertad.
Cada uno de nosotros puede decir en verdad: “el Hijo de Dios me am y se
entreg por mí”. No ya por “nosotros”, de modo genérico, sino por mí, como si
fuese único. Se actualiza la Redención salvadora de Cristo cada vez que en el altar
se celebra la Santa Misa.
“Jesucristo quiso someterse por amor, con plena conciencia, entera libertad
y corazón sensible (...). Nadie ha muerto como Jesucristo, porque era la misma
vida. Nadie ha expiado el pecado como Él, porque era la misma pureza”. Nosotros
estamos recibiendo ahora copiosamente los frutos de aquel amor de Jesús en la
Cruz. Slo nuestro “no querer” puede hacer baldía la Pasin de Cristo.
Muy cerca de Jesús está su Madre , con otras santas mujeres. También
está allí Juan, el más joven de los Apóstoles. Jesús, viendo a su Madre y al
discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: “Mujer, he ahí a tu hijo.
Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la
recibi en su casa”. Jesús, después de darse a sí mismo en la última Cena, nos da
ahora lo que más quiere en la tierra, lo más precioso que le queda. Le han
despojado de todo. Y Él nos da a María como Madre nuestra.
Este gesto tiene un doble sentido . Por una parte se preocupa de la
Virgen, cumpliendo con toda fidelidad el cuarto Mandamiento del Decálogo. Por
otra, declara que Ella es nuestra Madre. “La Santísima Virgen avanz también en
la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz,
junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo de pie” (Jn 19, 25), sufriendo
profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su
sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella
misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús,
agonizante en la Cruz, como madre al discípulo, en quien todos estamos
representados.
Con María, nuestra Madre, nos será más fácil, y por eso le cantamos con el
himno litúrgico: “¡Oh dulce fuente de amor!, hazme sentir tu dolor para que llore
contigo. Hazme contigo llorar y dolerme de veras de sus penas mientras vivo;
porque deseo acompañar en la cruz, donde le veo, tu corazón compasivo. Haz que
me enamore su cruz y que en ella viva y more...”
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)