Comentario al evangelio del Domingo 18 de Septiembre del 2011
Id a trabajar a mi viña
No es raro encontrarse con reacciones adversas a esta
paradójica y provocativa parábola de Jesús. Son reacciones del tipo: «esas cosas podrían pasar en
tiempos de Jesús, pero no en los nuestros…» La cuestión y la sal de la parábola está en que «esas cosas»
tampoco podían pasar en esos tiempos, y, precisamente por eso, Jesús cuenta la parábola y describe la
reacción iracunda de los trabajadores de primera hora: para llamar la atención. Para llamar la atención,
¿sobre qué? Jesús no trata de explicarnos un nuevo (y extraño) sistema de relaciones laborales y
salariales, ni tampoco pretende defender o justificar la arbitrariedad patronal. La cuestión que plantea
no tiene vigencia en determinados tiempos, pasados o futuros, sino sólo y exclusivamente en un lugar:
en la viña del Señor, en el Reino de Dios.
Cualquier judío del tiempo de Jesús entendía al escuchar el término “viña”, que no se trataba aquí de
un campo de trabajo cualquiera. La viña era un símbolo del pueblo de Dios y, en concreto, del amor
entrañable y del cuidado del Señor sobre él, y también de las expectativas frustradas de que ese amor y
ese cuidado dieran buenos frutos (cf. Is 5, 1-7). Así que, al hablarnos del trabajo en la viña, Jesús nos
está explicando qué significa estar y trabajar en el campo del Reino de Dios.
Ser enviado a la viña y permanecer y trabajar en ella es, ante todo, una invitación y una gracia, un
regalo para el que no valen méritos previos. Por eso, la invitación se cursa a todos los que están
dispuestos a ir, independientemente de la hora del día, es decir, de la edad, la nacionalidad, la
condición social y moral o las convicciones religiosas. La viña, el Reino de Dios, es el ámbito en el
que es posible encontrar a Dios, descubrir su rostro paterno y misericordioso, su voluntad salvífica:
“Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras esté cerca; que el malvado abandone su
camino, y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad, a nuestro Dios, que es rico
en perdón”. Ese ámbito, claro está, más que un lugar es la relación con una persona concreta, portadora
del Reino de Dios: Jesucristo.
Ahora bien, la imagen misma de la viña nos da la idea de que estar en ella no es un estado de
ociosidad, sino de actividad, de trabajo. La viña que era el pueblo de Israel le dio a Dios y a sus
colaboradores (Moisés, los profetas, etc.) mucho que hacer, mucho trabajo y muchos padecimientos. Y
no menos trabajo le da a Jesús hacer cercano este reinado de Dios: “mi Padre trabaja siempre y yo
también trabajo” (Jn 5, 17). La gracia de estar con Jesús y de seguirle conlleva la participación en su
trabajo y en su misión, significa hacer propia su causa, querer lo que él quiere, esforzarse porque la
semilla caiga en buena tierra y dé buenos frutos, uvas y no agrazones.
Y es justamente en este trabajo en el que se aplica una “lógica salarial” que no es la propia de las
normales relaciones laborales de los otros tajos humanos, sino otra que, igual que el cielo es más alto
que la tierra, es más alta que nuestros planes y nuestros caminos. El salario es el mismo Cristo. Por eso,
aquí no se trata de méritos, ni de derechos laborales, ni es posible un más o un menos, pues Cristo se
entrega a todos, entero y sin reservas a aquellos que han aceptado en circunstancias y horas dispares
acoger el don y la misión de trabajar en su viña.
A no ser que entremos a trabajar en esa viña como mercenarios, que sólo buscan su provecho
individual. Y, entonces, sí, entonces es posible comparar, exhibir méritos, antigüedad, horas de trabajo
y productividad. Jesús se dirige aquí a los judíos (escribas y fariseos) que hacían de la ley un
instrumento de su provecho personal y de sus privilegios. Ellos “eran” más ante Dios, puesto que
cumplían más y mejor, y podían mirar por encima del hombro a los gentiles, excluidos de la elección, y
a los otros judíos, ignorantes de la ley. Usaban a Dios, su ley, su viña al servicio de sus intereses
personales. Pero hemos de aplicarnos la advertencia implicada en esta parábola también a nosotros, los
cristianos, que podemos caer en peligros semejantes: sea porque somos “cristianos viejos”, de “los de
toda la vida”; sea porque nos consideramos la élite, por nuestros conocimientos o la intensidad de
nuestro compromiso… En vez de servir, nos servimos: por los más diversos motivos, podemos tratar de
hacer de la viña del Señor el instrumento de nuestros intereses, de nuestro orgullo, de nuestra forma de
medrar, de “ser alguien”, de conseguir mayor salario que otros, recién llegados, trabajadores de última
hora y que, a nuestro entender, no han hecho tantos méritos como nosotros. Sin caer en la cuenta de
que el salario, el denario igual para todos, es el mismo Señor, la participación en su vida, en su misión,
en su bondad generosa y rica en perdón para con todos.
Pablo nos da hoy un magnífico ejemplo de lo que significa ser trabajador de esta viña. Él nos enseña
que lo importante, lo que llena su corazón, es la viña misma, la causa de Jesús, que Él sea glorificado y
conocido, sin importar el precio que tiene que pagar él, obrero del Evangelio, en trabajos, sufrimientos,
en vida y en muerte. Hasta el punto de que Pablo no sólo no mira el esfuerzo realizado, “aguantando el
peso del día y el bochorno”, y que merece ya el justo premio, sino que, por el bien de la viña, está
dispuesto a prolongar indefinidamente la jornada de trabajo, difiriendo la consecución del salario. Y es
que Pablo ha comprendido esos planes que no son nuestros planes, esos caminos que no son nuestros
caminos, esa bondad característica del dueño de la viña que está por encima de toda lógica mercantil:
mirando la porción de viña en la que le ha tocado trabajar, y a los creyentes que se le han confiado,
recién llegados a la fe y trabajadores de última hora, lo que él quiere es que puedan también ellos
recibir el salario íntegro al que él mismo aspira: llevar una vida digna del Evangelio de Cristo.
José Maria Vegas, cmf