Comentario al evangelio del Martes 20 de Septiembre del 2011
El texto evangélico de hoy es complicado. Da la impresión de que Jesús se había distanciado de su
familia. Leyendo este breve texto nos imaginamos a Jesús en medio de mucha gente que le escucha
con atención. Por la puerta del fondo se intentan acercar la madre y los hermanos de Jesús. Pero Jesús
no les hace mucho caso.
Esta imagen está muy lejos de la más tradicional y dulcificada imagen de Jesús como un hijo
modélico, con unas perfectas relaciones con sus padres. El texto, además, es complicado porque habla
de los “hermanos” de Jesús, lo que en principio es incompatible con la virginidad de su madre y su
carácter de hijo único.
La realidad es que nada en la vida suele ser sencillo. La realidad de la relación entre las personas
suele ser complicada, compleja. Son procesos que necesitan tiempo. A veces, corremos el peligro de,
teniendo sólo presente el final, olvidarnos de las etapas intermedias. La realidad es que María debió ser
una mujer normal de aquellos tiempos. Probablemente tuvo que pasar por un largo proceso personal
hasta entender la actitud y la forma de comportarse de Jesús. Como les pasa a muchos padres con sus
hijos, seguramente María no entendió al principio a dónde quería ir Jesús.
Quizá esa fuese la razón por la que fue a buscarle acompañada del resto de su familia. Los biblistas
nos dicen que los “hermanos” es una forma genérica de referirse a la familia de Jesús. En aquel tiempo
las familias no eran como ahora: padre, madre e hijo (sólo a veces hijos). Lo normal era que viviesen
juntos todos en torno al patriarca. Todos eran familia. Todos eran “hermanos”. Por eso, sus familiares
fueron a buscar a Jesús.
Pero Jesús ya estaba en otra onda. Estaba ya en el reino de Dios. Esa era su familia: la de los hijos e
hijas de Dios, la de los que escuchan la Palabra y la ponen en práctica. Para que aprendamos que hay
algo mucho más importante que la sangre. O, dicho de otra manera, que hay una sangre mayor y más
fuerte, más original y vital: nuestro común origen en el Padre dios que nos creó. De ahí nace la
verdadera fraternidad. María lo asimiló poco a poco.
Pero lo asimiló. Y, al final de la vida de Jesús, estuvo donde tenía que estar: al pie de la cruz y, más
tarde, acompañando a los discípulos en la oración. ¿Y nosotros?
Fernando Torres Pérez cmf