Domingo Sexto de Pascua, Ciclo A
Hech 8,5-8. 14-17; Sal 65,13a. 4-5. 6-7a. 16 y 20;
1 Pe 3,15-18; Jn 14,15-21
I
La gran promesa que nos hizo Cristo fue el envío del Espíritu Santo, tercera
persona de la Santísima Trinidad, don del Padre a los que por la fe y el amor se
entregan a Cristo. Es también el Espíritu de Verdad, fuente de vida y de santidad
para toda la Iglesia.
La Segunda Lectura (He 8,5-8.14-17) nos dice que los apóstoles imponían las
manos a los que aceptaron a Jesús y recibían el Espíritu Santo. La jerarquía eclesial
es el órgano sacramental que nos garantiza la donación y la presencia del Espíritu
Santo en la vida de la Iglesia.
San Basilio afirma que hacia el Espíritu Santo, Fuente de santificación y de Luz,
dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación, hacia Él tiende
el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa y su soplo es para ellos como un
riego de agua, que vitaliza y los ayuda en la consecución de su fin propio.1. El don
del Espíritu Santo no es sino el mismo Espíritu de Cristo (Rom 8,9), que a Él lo
glorificó en su Resurrección y a nosotros nos santifica y nos injerta en su Cuerpo
místico. Toda nuestra vida ha de ser un himno de alabanza y de acción de gracias a
Cristo, que nos otorga tantos bienes materiales y espirituales.
Jesús en el Evangelio nos dice que pedirá al Padre que nos dé otro defensor.
Oigamos a San Basilio, que nos habla del Paráclito prometido por Jesús: “Se le
llama Espíritu porque Dios es Espíritu (Jn 4, 24), y Cristo Señor es el espíritu de
nuestro rostro. Le llamamos santo como el Padre es santo y santo el Hijo. La
criatura recibe la santificación de otro, mas para el Espíritu la santidad es elemento
esencial de su naturaleza. Él no es santificado, sino santificante. Lo llamamos
bueno como el Padre es bueno y bueno aquel que ha nacido del Padre bueno; tiene
la bondad por esencia. Él es, sin embargo, el Señor Dios, porque es verdad y
justicia y no sabrá desviarse ni doblegarse, en razón de la inmutabilidad de su
naturaleza. Es llamado Paráclito como el Unigénito, según la palabra de éste: “Yo
rogaré al Padre y él os enviará otro Paráclito” (Jn 14,16).
Es el momento de abrir el corazón al Espíritu de Jesús y pedirle sincera y
abiertamente al Padre que nos dé el don que viene de lo alto: El Espíritu Santo, que
procede de ti, Señor, ilumine nuestras mentes y nos dé a conocer toda la verdad
como lo prometió Jesucristo tu Hijo; haciendo morada en nosotros nos convierta en
1 Sobre el Espíritu Santo 9, 22-23
templos de su gloria; nos haga ante el mundo testigos valientes del Evangelio; y
nos lleve a la unidad de la fe y nos fortalezca con su amor; así contribuiremos a
que la Iglesia, Cuerpo de Cristo, alcance su plenitud 2 .
II
La unidad de la Trinidad en la Iglesia por el amor
Jesús sigue despidiéndose y hablando del futuro sin él, pero con él. Jesús promete
el Espíritu Santo a sus amigos. Así, Jesús asegura que nunca les dejará solos. Les
garantiza que, desde el Padre, y a través del amor, estará siempre en sus amigos y
que sus amigos estarán siempre en él y en su Padre: entonces sabrán que yo estoy
con mi Padre, ustedes conmigo y yo con ustedes (3. Juan 14,20).
Jesús concibe la vida de la comunidad cristiana como una comunidad íntima entre
el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y los cristianos “que lo aman”. Jesús ha quitado
las barreras y murallas que separaban el cielo y la tierra. Ahora lo único que señala
los límites es el “amor” hacia Dios y hacia los hermanos. Dios se viene a vivir con
los que lo aman.
Observemos cómo en el evangelio de San Juan aparece Cristo como un amigo que
gusta de vivir junto a nosotros, con nosotros. El evangelio lo ubica a Jesús “allí
donde hay amor a Dios y al prójimo”. El resucitado quiere vivir con nosotros, dentro
de nosotros: “Yo con mí Padre, y ustedes conmigo”. Es el “Emmanuel”: “Dios con
nosotros”.
En realidad, con la escena de hoy, cuando parece que todo acaba, se inicia una
nueva relación, una nueva vida basada en el servicio (13,13-17) y en el amor
(15,12-15); servir y amar gratis y sin condiciones. La escena, en efecto, relaciona
al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo (la Trinidad) con los discípulos (la Iglesia). Por
la intervención de Jesús, el Padre enviará a los discípulos el Espíritu Santo. El hecho
de que el Padre dé el Espíritu Santo a los discípulos de su Hijo Jesús, implica que
quiere estar en ellos, como ellos están en el Hijo y el Hijo está en él. El Espíritu une
la Trinidad y a los discípulos, y hace de la existencia de los discípulos una existencia
de comunión con Dios y entre nosotros. Pero los discípulos sólo recibirán el don del
Espíritu si se mantienen unidos a Jesús, si guardan su palabra, palabra que se
ha hecho relación (1,14), comida y bebida (6,55), donación libre por amor (10,17-
18). Jesús nos promete su presencia. No nos deja solos, porque quiere que
vivamos la vida que vive desde siempre al lado del Padre, una vida de comunión,
una vida de amor en plenitud, una vida libre y feliz para siempre. Por eso, el Padre
2 Oraciones colecta de la Confirmación
nos dará el Espíritu, para que éste haga manar de los corazones de los creyentes
ríos de agua viva (7,38-39). El Espíritu prometido transformará nuestros corazones
para que sirvamos y amemos como Jesús, y nos acompañará siempre en nuestro
camino hacia la comunión con Dios y entre nosotros.
Hoy Jesús se dirige directamente a los que buscamos la felicidad: “quien me
ama, guarda mis mandamientos”. Amar a Jesús y guardar sus mandamientos
son una única y misma cosa, son inseparables; no amamos a Jesús si no
guardamos sus mandamientos.
Ahora bien, ¿cuáles son los mandamientos de Jesús? Son su palabra. Y su palabra
es él mismo, su vida de servicio y su misión de amor, para que todos tengan vida y
acojan la verdad (el amor de Dios). Por tanto, se trata de creer en Jesús y seguir su
ejemplo en el servicio y en el amor desinteresados, en donde cada uno de nosotros
vive: en la familia, en el trabajo, con los amigos…
Que sepamos hacer el ambiente necesario en estas siguientes semanas para tener
la experiencia de tener un reencuentro con el Espíritu Santo en este Pentecostés,
por intercesión de maría, Madre de Dios y Madre nuestra.
III
Lo primero es el amor
Al que me ama, lo amara mi Padre, y Yo también lo amare y me revelaré a él (Juan
14,21)
Lo primero y principal está en el amor, porque Dios es amor, y Dios está por
encima de todo. Para el evangelio de San Juan el amor a Dios y al prójimo es la
base de todo. Dios ama a Jesús. Jesús ama a Dios Padre. Dios ama a los hombres.
Jesús también los ama inmensamente.
Las personas amamos a Dios a través de Jesús y se nos hemos de amar entre sí
porque así lo ha recomendado Cristo. El cielo y la tierra, la creatura humana y Dios,
y las personas cristianas entre sí: todos estamos unidos con un solo lazo: el vínculo
de amor. Lo que une y mantiene unidos es el amor de Dios, Dios mismo: Padre Hijo
y Espíritu Santo.
Este amor supone la obediencia a los mandatos de Cristo, y una total confianza en
la bondad y en el poder del Padre, que conduce a dos grandes realizaciones:
1ª.) A la seguridad íntima, en el día del triunfo definitivo de Cristo, a aquellos que
lo han amado con obediencia, estarán a salvo, en un mundo que se derrumba y
perece.
2ª.) A una revelación plena: Jesús se revelará de manera cada vez más completa a
las personas que lo aman. Obtener que el Hijo de Dios se nos revele (revelar es:
manifestar lo que se es, lo que se piensa, lo que hará) es algo que bien vale la
pena, hacer cualquier sacrificio por costoso que sea. ¿Y cual será la condición que
se obtenga de esa revelación? ¿A quién se revela Cristo? A quienes guardan y
observan sus mandatos. Puede alguien andar pregonando que ama a Dios. Pero si
no cumple lo que Cristo ha ordenado, a él no se le revelará el Señor.
El tener comunicación con Dios, el obtener su revelación, depende del amor que se
tenga hacia Él. Y la señal de que nuestro amor sí es verdadero es que obedezcamos
a lo que Cristo nos ha enseñado en el Evangelio. Por eso, jamás se recomendará lo
suficiente a todo el que desee tener una comunicación completa con Dios y obtener
sus divinas revelaciones, que debe leer y releer cada día el Evangelio para
comparar su propia vida con los preceptos de Cristo y saber así qué tan auténtico
es su amor a Él.
Cuánto mejor obedezcamos a las enseñanzas de Jesús en el evangelio, mejor
comprenderemos a Dios, y todo el que transita cada día por los senderos marcados
por el Evangelio, tiene que llegar necesariamente a Dios y a su revelación perfecta.
Mí Padre lo amará, y Yo también lo amaré. La tragedia de muchísimas personas es
sentir que nadie las ama. Pero después de esta formidable promesa de Jesús ya
jamás podremos decir que no hay quien nos ame en este mundo. “Mi Padre lo
amará y Yo también lo amaré”. ¿Qué más podemos desear? Hay un amor
totalmente desinteresado: es el de Dios y el de Jesucristo su Hijo. Nada necesitan
de nosotros y todo nos lo pueden dar. De ese Dios que nos ama, dijo San Pablo:
“tiene poder para darnos muchísimo más de lo que nos atrevemos a pedir o desear”
(Ef 3). Qué hermoso sentirse plenamente amado por Dios y por su Hijo. Y qué
consolador saber que para tener este amor maravilloso solamente se nos exige una
condición: obedecer a lo que Cristo nos ha recomendado en su Evangelio.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)