Solemnidad de la Santísima Trinidad
Ex 34,4b-6. 8-9; Dan 3,52. 53. 54. 55. 56;
2 Cor 13,11-13; Jn 3,16-18
Al celebrar la solemnidad de la santísima Trinidad, el saludo inicial de la misa,
sacado de la segunda lectura de hoy, adquiere un sabor especial: “La gracia de
nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté
siempre con ustedes”. Porque nuestro Dios, la Trinidad aparece como lo que es:
misterio de vida y de amor. La gran revelación de la identidad de Dios. En efecto, el
Dios que nos ha revelado Jesús es un Dios vivo y personal, un Dios Familia: dios
Uno y Trino. A través de Jesús hemos comprendido que la actitud básica de Dios es
amar: toda la historia de Dios es una historia de amor, una voluntad de amor más
fuerte que el mal de los hombres (evangelio y 1ª. lectura).
Contemplando a Jesús, vemos en él un diluvio de gracia, que es presencia de ese
amor absoluto de Dios: una gracia y un amor de los cuales se nos hace partícipes
por ese don de comunión que es el Espíritu Santo (2ª.lectura). La respuesta del
cristiano al amor de la santísima Trinidad ha de ser el agradecimiento y la alabanza
a este Dios grande y amoroso (salmo); y segundo, la experiencia gozosa de vivir en
comunidad de seguidores de este Dios que está con nosotros (2ª.lectura)
La misericordia de Dios es el «tema» por excelencia de la Biblia. Israel, a lo largo
de su historia, tuvo la experiencia privilegiada de la bondad extrema de Dios. Dios
tiene ternura para con los suyos, por fidelidad a sus compromisos. Cuando el
hombre rompe con Dios esta alianza de amor, Dios, lejos de olvidarse de sus
creaturas, ofrece su generoso perdón, para rehacer la dignidad de los elegidos.
Claro está que éstos, nosotros, han de convertirse; han de ser responsables de una
nueva vida. La misericordia de Dios viene destacada también por un amor de
madre, según lo del profeta: aunque una madre se olvidara de su pequeño, Dios
nunca se olvidará de Israel.
Moisés ha subido al Sinaí y el «Señor bajó en la nube y se quedó con él allí». El
santo pronuncia el nombre de Dios. La respuesta es admirable: «Señor, Señor, Dios
compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad». El Dios
Uno y Trino es de esta manera. Le respondemos agradecidos y con la promesa de
realizar siempre su querer: «A ti gloria y alabanza por los siglos».
El San Juan nos brinda hoy una vigorosa y tierna contemplación. «Tanto amó Dios
al mundo que entregó a su Hijo único... para que el mundo se salve por él”. Un
amor extraordinario, porque da lo más que podía dar su Unigénito. «Entregó»
parece tener un matiz de expiación y sacrificio. Conexión, pues, con el misterio
pascual. Redención plena. El evangelista lo dice enormemente conmovido.
El Padre nos ha enviado al Hijo para realizar el plan de salvación. En efecto, «El
Mesías es salvador, Jesús o salvación, propiciación por los pecados, Cordero de Dios
que quita los pecados del mundo». Todo esto pide, en el discípulo, una entrega
total y plena, consistente en la fe que acoge la palabra y la pone en práctica.
Verdadero amor a Cristo, incoación del juicio favorable en la definitividad del más
allá en la presencia del Dios Uno y Trino, del Dios que es el Amor.
“Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Al Dios que es, era y que vendrá”.
Agradezcamos la misericordia de Dios que ha obtenido su plenitud en Cristo.
Hagamos propia la oración sobre las ofrendas: ser transformados en ofrenda
perenne a la gloria de Dios.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)