Domingo Octavo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Is 49,14-15; Sal 61,2-3. 6-7. 8-9ab;
1Cor 4,1-5; Mt 6. 24-34
El texto empieza anunciando la disyuntiva: o Dios o el dinero. La cuestión no
es que el dinero sea malo en sí mismo, sino que la acumulación de dinero aparte el
corazón de Dios, y se le dé al dinero, en lugar de Dios.
La riqueza es decididamente incompatible con Dios, cuando a la acumulación
de dinero se le dedica todo el corazón, ocupa todo el hombre en él, y le hace
imposible servir al mismo tiempo a Dios. El dinero, pues -con todo lo que implica de
preocupación primordial por el propio provecho, por el bienestar como criterio
definitivo, por el asegurar por encima de todo el tener más y más-, son el ídolo que
resume todo lo que se levanta contra Dios.
Por otra parte, hay que evitar el extremo opuesto, los extremos no van con
Dios, entender las explicaciones y comparaciones sobre los pájaros y los lirios como
si Jesús exhortase a no preocuparse para poder vivir: su auditorio eran campesinos
y trabajadores, a los que difícilmente les habría podido decir que no trabajaran o
que no vigilaran las cosechas... Lo que Jesús les dice es que lo que vale la pena es
la vida y el cuerpo, más que el alimento y el vestido. Y que, por tanto, hay que
evitar el poner la vida al servicio de las cosas inferiores como la acumulación de
alimento o de vestido -la acumulación de dinero, en definitiva-, sino que estas
cosas hay que tenerlas en cuanto son necesarias, y preocuparse por tenerlas,
porque son necesarias -los pájaros también trabajan duramente para lograr su
comida..., pero nada más.
La vida debe ponerse al servicio de lo que vale la pena: y lo que vale la pena
no es el dinero -como piensan los paganos-, sino Dios. Por eso, el resumen de todo
es la frase final: lo que hay que buscar es el Reino de Dios, y al servicio de esta
búsqueda hay que poner todo lo demás. Porque si uno busca el Reino de Dios, lo
demás, en última instancia, ya está asegurado: bastará con lo que haya.
Por ello, pues, no se puede servir simultáneamente a Dios y al dinero:
porque si uno quiere servir al dinero, ya no puede subordinarlo todo a la búsqueda
del Reino de Dios.
Este trozo evangélico no es una justificación de la anarquía y de la
desorganización. Es más bien una llamada de atención al peligro de alienación que
puede traer consigo una esclavitud a la organización, a la productividad, a la
planificación. Traducido al lenguaje moderno, diríamos: el consumo es para el
hombre, no el hombre para el consumo.
Participar en la Eucaristía es un signo de confianza en el amor paternal de
Dios y no claudicar ante la idolatría del dinero. Sin inquietud debemos buscar su
reino, con la confianza de que sirviendo a Dios encontraremos plenitud de gracia y
de salvación, y de que el Padre conoce todas nuestras necesidades .
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)