Domingo Décimo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Os 6, 3b-6; Sal 49,1 y 8. 12-13. 14-15;
Rom, 4, 18-25; Mt 9,9-13
Jesús vio a un hombre y le dijo: “sígueme”, y el hombre, dejándolo todo, le siguió
sin demora. Sólo Jesús puede llamar de esa manera, sólo él puede vincular de
modo radical a su persona y a su camino. Porque sólo Jesús, él mismo, es la
verdad, la vida y el camino. El que llama es Jesús, el que responde, un hombre. Tú
eres ese hombre, todos somos ese hombre.
“SÍGUEME”. El hecho del seguimiento es fundamental en el Evangelio. En conexión
con lo que decía el evangelio del pasado domingo: no es suficiente “decir” la fe,
sino que es preciso “realizarla”. Cómo realizar la fe? La respuesta la concreta el
Evangelio en el seguir a Cristo. Es decir, en acoger su palabra, que se dirige
personalmente a cada uno de nosotros (el “sígueme”), dejar las propias
seguridades, la instalación egoísta, superar la pereza y las dudas, luchar contra el
pecado... para caminar con Jesucristo.
Esta es la definición del cristiano: el que sigue a Jesucristo. Fruto de una llamada
(una vocación) que no es exclusiva de sacerdotes o religiosos o religiosas, sino
propia de todos los cristianos. El texto de hoy habla de la vocación cristiana porque
todos los cristianos somos invitados a seguir a Jesucristo.
La enseñanza de Jesús no se capta sólo escuchándola. Es preciso ponerla en
práctica, día tras día, en todo lo que hacemos. Para que sea cada vez más la raíz y
fuente de nuestro modo de pensar, de sentir, de obrar (Cfr. el evangelio del
domingo pasado). En los evangelios, los creyentes en Cristo, los discípulos, no son
los que le escuchan sino los que le siguen, los que en la vida diaria buscan reflejarlo
en el silencio de sus buenas obras, con la misericordia que de la que Jesús nos
habla hoy: “Misericordia quiero y no sacrificio”. Seguir a Jesús es caminar en la
misericordia, como nos dice Santiago: “la religión pura e intachable ante Dios Padre
es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación” (St 1: 27). Nada
más ajeno al evangelio que una religión que nos aparte de los hombres y de la
voluntad de Dios. Cuando los sacrificios se oponen a la misericordia, cuando la
religión es un pretexto para desentenderse de las necesidades humanas, cuando
separamos el amor de Dios del amor fraterno, los sacrificios, la religión y el amor a
Dios no tienen sentido alguno para los que siguen a Jesús.
Esto es seguir a Jesús: creer y obrar. Esto es decirle, te seguiré a donde quiera que
vayas, mejor, en donde quiera que esté. Hoy Jesús nos invita a que nos decidamos
a seguirle; a ejemplo de Mateo: “se levantó y lo siguió”. Sin condiciones ni previas
clarificaciones. Es siguiendo a Jesús como se le conoce. Seguirle quiere decir
esforzarse por vivir su Evangelio en todo y siempre.
Jesús no sólo está llamando a quienes se creen justos: a los cumplen los
mandamientos, y más o menos, cumplen con la asistencia dominical, incluso,
suelen comulgar con frecuencia (los fariseos); Cristo llama sin exclusiones; llama
también a los pecadores (y a los pecadores con credencial, aquellos a quienes se
les considera públicamente como tales).
La única condición para acoger la vocación de Jesús es reconocerse pecador.
Porque Cristo salva y sólo puede ser salvado quien sabe que tiene necesidad de
salvación -de más vida- que sólo Dios puede dar. De ahí que Cristo pueda decir
radicalmente: “no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.
Hoy podemos recordar a Juan Pablo II, quien con frecuencia nos recordaba las
palabras de Cristo a no tener miedo: ánimo, que pasa Jesús y nos llama,
“levántense, vamos!,” no tengan miedo: caminemos a luz de la persona, la vida y
el mensaje de Jesús a ejemplo de María…
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)