Domingo Décimo Primero del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Ex 19,2-6ª; Sal 99, 2. 3. 5; Rom 5, 6-11; Mt 9,31-10,8
El pasado domingo escuchamos la llamada personal de Jesús: “Sígueme”: una
llamada dirigida especialmente a los “pecadores”. Pero esta llamada personal no es
individual. No se termina en aquello que se denominaba “salvar el alma”. Sino que
Jesús llama para enviar. Es decir, para continuar su tarea -su misión- de conducir la
humanidad hacia el Padre, hacia el Reino, la plenitud que el hombre anhela y que
Dios realiza porque ama a cada uno y a todos. Y decíamos que la fe cristiana se
identifica con acoger la invitación de Cristo y seguirle por un camino de hechos de
amor.
“La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rueguen, pues, al Seor
de la mies que mande trabajadores a su mies. Vayan y proclamen que el Reino de
los Cielos está cerca” (Mt 9, 31-10: 8). Ciertamente que Jesús se está dirigiendo a
los Doce. Pero también es cierto que esta es la misión y preocupación de todos los
que hemos escuchado la voz de Jesús y le hemos querido seguir. El evangelio nos
ayuda a redescubrir nuestro ser y quehacer: somos la Iglesia, la comunidad de
Jesús, enviada a anunciar el Reino.
Jesucristo pide nuestra colaboración. Nos ha hecho misioneros desde el día de
nuestro bautismo y, muy especialmente, el día de nuestra confirmacin (que “nos
concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe
mediante la Palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar
valientemente el nombre de Cristo…”1). A esto nos ha llamado Jesús cuando nos
dice: “sígueme”. Y hoy hemos escuchado el afán que él tiene de que esta llamada
llegue realmente, concretamente, a cada hombre. Un afán que se traduce en un
reconocimiento del Señor: para que así sea -para que su llamada llegue a todos.
Jesús ha querido asociarnos a su misión, ha querido tener necesidad de nosotros.
“Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y
abandonadas...” Ahora la cosa no ha variado mucho. También ahora, nuestra
sociedad, nuestra humanidad, es como aquella multitud “sin pastor”. Aunque lo
intentemos disimular, aunque nos presentemos como gente segura y satisfecha y
que sabe dónde va. Basta con observar un poco y descubriremos la urgente
necesidad que hay de hacer presente en la mente y en el corazón de muchos que
viven sin vivir, miran sin ver, hablan sin entender; tienen luz, pero viven a
oscuras... El hombre continúa esperando hallar el camino de vida, el camino de
verdad. Quizá lo busque, quizá lo haya abandonado desilusionado. Sea como sea,
difícilmente desaparece un fondo de esperanza. Pero la pregunta sigue sin hallar
respuesta: ¿dónde hallar el camino?
1 CIgC 1303
Jesús dice: “Sígueme”. Pero para que este ofrecimiento de camino llegue a cada
hombre, necesita de nosotros. Somos nosotros quienes debemos comunicar este
ofrecimiento de Cristo, del amor de Dios que quiere hacerse presente en cada
hombre. “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rueguen, pues, al
Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”.
Pedirlo significa sentirse afectado por esta tarea. Sería jugar con trampa pedir que
lo hagan otros y no querer hacerlo nosotros. Todos los que creemos en Jesucristo
hemos de querer transmitir su camino a los demás. Pero, al mismo tiempo, pedirlo
es también reconocer que lo necesitamos nosotros: todos necesitamos de otros
cristianos que nos hagan descubrir cada vez más la llamada de Cristo. No es
contradictorio que debamos a la vez comunicarla y que necesitemos que nos la
comuniquen a nosotros. Seguir a Cristo sólo es posible si le encontramos vivo, en
los cristianos. Es decir, en la Iglesia.
Por otra parte, hemos escuchado que inmediatamente después de proclamar Jesús
esta necesidad de “trabajadores” llam a sus discípulos y estableci lo que
podríamos denominar las columnas de la Iglesia. Hoy se interpela a nuestro ser y
quehacer de misioneros, como miembros de esta Iglesia de Jesús y de los
apóstoles.
Redescubramos nuestro sentido misionero y busquemos –pastor y ovejas- los
medios adecuados que ayuden a nuestro compromiso apostólico en sus diversos
grados: el laico como tal, el sacerdote, como cabeza de la comunidad… y, así,
asumir con responsabilidad nuestro quehacer misionero como seguidores de Jesús.
Si sólo ofrecemos críticas, pero ninguna realidad, será vano predicar sobre la misión
eclesial. Esto a que a nivel personal y comunitario, y a nivel de apostolado
organizado y de ministerios eclesiásticos.
Que esta invitación por la extensión del Reino, llamada al apostolado y por las
vocaciones específicas, que hoy Jesús nos hace sirva para impulsar nuestro
programa diocesano de pastoral, haciéndonos responsables cada uno en lo que nos
toca; que esta Eucaristía sea para todos un impulso a seguir a Jesús, a asumir
nuestra vocación de misioneros de Jesús en la Iglesia y para la Iglesia.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)