Domingo Duodécimo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Jer 20,10-13; Sal 68, 8-10., 14 y 17. 33-35;
Rom 5,12-15; Mt 10,26-33
Por tres veces invita a Jesús a los suyos, en el texto que acabamos de leer, a no
tener miedo. Esas palabras suyas, esa insistencia en que perdamos el miedo, no
han perdido, en absoluto, vigencia; antes al contrario, son muchos los que, hoy día,
viven sumidos en el miedo o, en el mejor de los casos, lo camuflan de mil formas
para no hacer frente a esa realidad que, a pesar de todo, sigue estando ahí,
minando nuestras alegrías, nuestras seguridades, nuestras confianzas.
Miedo al paro, a la guerra, al desastre nuclear, a perder votos, a no conseguir el
poder, a no conservar la categoría social, a no “triunfar” en la vida, a la oposición,
al terrorismo, a la inflación, a la sequía, al hambre, a la soledad, al dolor, a la
enfermedad y, sobre todo, miedo a la muerte, como síntesis total de todos los
posibles fracasos que en la vida se pueden dar. Cada uno conoce sus miedos
personales y ésos son los que de verdad cuentan.
A estos hombres concretos de nuestro tiempo, con sus nombres y apellidos, con
sus problemas y miedos personales, Jesús nos dirige esa invitación tres veces
repetida. Esta exhortación de Jesús va dirigida a todos y cada uno de nosotros.
Pero, ¿por qué no hemos de tener miedo? Las cosas no están para bromas y la
verdad es que el miedo, además de estar frecuentemente justificado por la dura y
triste realidad, puede incluso ser un buen mecanismo de precaución y defensa.
Pues bien, a pesar de todas nuestras consideraciones, a pesar de toda la parte de
razón que tenemos -o parecemos tener- en nuestra justificación de nuestros
miedos, Jesús insiste: “No tengáis miedo”. Y nuestra pregunta sigue sin respuesta:
¿Por qué no hemos de tener miedo? Tres razones básicas aparecen en el texto para
justificar nuestra confianza:
1ª.) Su plan, su mensaje, su anuncio, se cumplirán. Es verdad que habrá
oposiciones de todo tipo: religiosas, políticas, económicas, sociales, psicológicas...;
habrá -y hay- incomprensiones, y reveses, problemas y fracasos, persecuciones y
muerte. Pero, frente a esta historia, aparentemente negativa, hay otra historia, que
hay que saber verla, y es que la historia de Dios, la historia que, a veces de forma
imperceptible, pero inapelable, va llevando al hombre a las manos de Dios.
Cielo y tierra pasarán, pero no sus palabras. Es la seguridad que da Jesús; una
seguridad que no es sólo palabras; es, también, acción; ahí está su propia
resurrección proclamando, de antemano, el triunfo final. Claro, esto sólo “lo ve
quien saber ver”.
2ª.) Una segunda razón, estrechamente unida a la primera: la solidaridad de Jesús.
El no ha dudado en asumir nuestra condición, incluidos los miedos a los que quiere
dar respuesta.
El se ha hecho hombre para que nosotros podamos alzarnos hasta Dios nuestro
Padre. Quien confía en Jesús verá cómo Jesús sale fiador por él a la hora de la
verdad; pero, eso sí; hay que confiar en él de forma incondicional; si recelamos, si
dudamos..., entonces seremos nosotros mismos quienes no podremos estrechar
esa mano que Jesús nos tiende. El ha estado junto a nosotros y ahora sigue entre
nosotros. De una forma todo lo misteriosa que queramos, pero el hecho es que aquí
está, y son muchos los que dan testimonio de esto.
Por muy solos que nos parezca estar, no lo estamos; él nos acompaña, él sigue
siendo solidario con nosotros; nada de lo que nos suceda le es ajeno; a veces no
comprendemos el porqué de muchas situaciones, de muchos acontecimientos; pero
él sigue a nuestro lado, dándonos la fuerza necesaria y suficiente para seguir
confiando en él, incluso cuando más difícil nos puede resultar.
3ª.) Y hay una tercera razón. Hemos dicho que, en ocasiones, el miedo está
perfectamente justificado. Si ese miedo es a la muerte, que es el fin de todo lo que
tenemos y somos, que es el fracaso culmen de todos los fracasos que en la vida
podamos experimentar, entonces sí que parece que no hay ninguna duda: lo más
normal, lo más lógico, es tener miedo.
A este “miedo definitivo” también Jesús da una respuesta. Una respuesta que
consiste en hacernos conscientes de cuál es la realidad del hombre. Hay una
realidad más amplia, más profunda, más definitiva que la realidad que vemos
cuando contemplamos la muerte. Y esa realidad más amplia y más profunda es que
la muerte física no es, de ninguna manera, el fin de la persona.
La integridad de la persona no se agota con la integridad física; la integridad de la
persona no muere a manos de la enfermedad, del accidente o del arma asesina. La
integridad de la persona va mucho más allá de la integridad física. El único que
puede destruir esa integridad personal es Dios. ¡Pero Dios está de nuestra parte!
Por eso no hay lugar al miedo.
La muerte, la destrucción física de la persona, también tiene un sentido, una razón
de ser. En la muerte, Dios no está ausente: está presente, y lo está dando vida,
recogiendo en su regazo a la persona, que conserva así su integridad personal para
siempre, participando de la misma vida de Dios.
Es verdad que, a veces, nos puede ser difícil comprender todo esto. Pero no
podemos olvidar que lo que se nos pide es trabajar y confiar. Jesús no nos invita a
comprender, sino a perder el miedo. Y para ello nos da una razón, no oscura, sino
tan luminosa que nos rebasa: ¡Dios es nuestro Padre, Dios está de nuestra parte;
no temamos! Si hacemos el esfuerzo de leer el Evangelio no como un manual de
ascética, de moral o de disciplina eclesial, sino como el lugar donde se nos revela el
rostro de Dios, encontraremos insistentemente esta invitación; no ya sólo en el
pasaje que hoy hemos leído, sino a lo largo de todo el Nuevo Testamento: “no
teman; paz a ustedes; su alegría no se la quitará nadie; tengan confianza; el que
teme no es perfecto en el amor; soy yo, no tengan miedo; no tengan miedo, les
traigo una buena noticia; no tengan miedo, los haré pescadores de hombres”…
Dios es nuestro Padre; por tanto, no tengan miedo. Nuestro mundo tiene muchos
problemas; el mucho miedo que ha acumulado no es el menor de ellos. Es cierto
que hay muchos motivos para tener miedo; pero no es menos cierto, ni menos real,
el aprender a confiar; es, justamente, lo que nos propone Jesús: ser realistas,
conocer la verdad de nuestra situación; y la verdad de nuestra situación no se
queda en los problemas y dificultades; nuestra verdad va mucho más allá; la
verdad de nuestra situación es que somos hijos de Dios. Y esa verdad nos debe
llevar a confiar. Ahora sólo falta una cosa: que seamos capaces de creer, de
verdad, lo que Jesús nos dice. Y la paz, esa paz que él se empeña en ofrecernos,
nacerá y crecerá en nuestro corazón. Incluso aunque sean muchos y muy serios los
motivos que pudiéramos tener para sentir temor. Siempre será más fuerte el
motivo que tenemos para confiar: Dios está de nuestra parte; no tengan miedo.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)