Domingo Décimo Sexto del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Sab 12,13. 16-19; Sal 85,5-6. 9-10. 15-16ª;
Rom 8,26-27; Mt 13,24-43
La liturgia de la Palabra de éste y de los próximos domingos quiere hacernos
reflexionar sobre un tema central del Evangelio: el Reino de Dios. Cada domingo, a
través de las parábolas, nos acercará a una faceta distinta de este misterio. Hoy la
parábola que nos habla del Reino es la de la cizaña y el trigo.
Decimos que a través de las parábolas, Jesús nos va acercando al misterio del
Reino de Dios, porque el Reino es ciertamente un misterio, una realidad que no
acabaremos de aprehender nunca. El Reino no es como nosotros quisiéramos, ni su
lógica es la nuestra, ni su crecimiento obedece a los criterios que nosotros
quisiéramos proyectar sobre él. Y esto se pone de relieve claramente en la parábola
de la cizaña y el trigo.
El mundo es el campo de la parábola. Y en el mundo, como en aquel campo,
observamos la presencia simultánea del bien y del mal. Una presencia no sólo
simultánea, sino tan entrelazada y entretejida, que resulta difícil distinguir el bien y
el mal. En el campo no crece el trigo en un lado y la cizaña enfrente. Trigo y cizaña
se encuentran mezclados. Crecen tan juntos que no se podría arrancar uno sin
arrancar la otra. Más aún, cuando nacen -antes del tiempo de la siega, antes del
final- tienen las mismas apariencias y no cualquiera podría distinguirlos. Ello hace
que sea obligada su convivencia: hay que tolerar el crecimiento de la cizaña, hay
que tolerar la presencia del mal. El mal se hace así una especie de “mal necesario”.
Lo mismo pasa en la vida del hombre. No existe el hombre absolutamente bueno,
ningún hombre es trigo limpio. Tampoco existe el hombre absolutamente malo;
todos tenemos un fondo bueno. La frontera entre el trigo y la cizaña no divide el
campo en dos partes, ni divide tampoco a la humanidad en dos bloques, los buenos
y los malos. La frontera entre el trigo y la cizaña pasa por el corazón de cada uno
de los hombres. Todos tenemos trigo y cizaña. Por eso, ningún hombre puede
rechazar enteramente a ningún hermano. Porque rechazaría la cizaña, ciertamente,
pero también su trigo. No se tratará nunca de eliminar a un hombre porque tenga
cizaña, sino de hacer crecer su trigo hasta que sofoque la cizaña.
Tampoco la Iglesia puede pensar que ella acapara todo el trigo y que fuera de ella
no hay más que cizaña. La verdad es que fuera de la Iglesia también hay trigo y
dentro de ella también hay cizaña. La frontera entre el trigo y la cizaña también
pasa por el corazón de cada uno de los cristianos.
La parábola nos habla del Reino, no lo perdamos de vista. Y recalca que el dueño
del campo corrige la impaciencia de los criados. Ellos querían arrancar la cizaña
cuanto antes. El dueño les hace esperar hasta la hora de la siega.
Nosotros, olvidando que somos también trigo y cizaña, quisiéramos más de una vez
imponer nuestros criterios en este campo que es el mundo y la Iglesia. Olvidamos
que también nosotros tenemos cizaña. Olvidamos que es difícil distinguir el trigo de
la cizaña. Olvidamos que detrás de la cizaña hay trigo también.
Olvidamos que no fuimos nosotros los que sembramos y que no somos nosotros los
que tenemos que segar.
Y por eso surge la intolerancia, las inquisiciones, las luchas, las diferencias, las
cruzadas, las penas de muerte, muchos anatemas... Cada uno creemos que la
diferencia entre el trigo y la cizaña se mide según nuestros propios criterios.
Y nos da pena, y nos impacientamos o nos desesperamos al ver el campo lleno de
trigo y cizaña. Y nos parece imposible que el Reino deba estar sometido a la
servidumbre de tener que tolerar la presencia de la cizaña. Nos causa extrañeza,
nos desalienta.
Quisiéramos medir el desarrollo del Reino según nuestros propios criterios. Nos
preocupa el número, el éxito, el aplauso, las cuentas... Y nos resulta intolerable que
no sea nuestro criterio el que predomine. Nos parece muy bueno el pluralismo, pero
a costa de descalificar a todos los que no piensan como nosotros.
Llamamos a nuestros tiempos de pluralismo. Y nos gusta que así sea. Pero a veces
nuestro pluralismo no es soportado sino a base de anatemas interiores. El
pluralismo -también en la Iglesia- no nos ha educado para la convivencia social.
Cada uno sigue convencido de que el trigo lo tiene él y que los demás sólo tienen
cizaña.
La fe en el Reino de Dios nos pide -según la parábola- la tolerancia. Es decir, no
cabe duda de que la tolerancia se basa en buena parte en la fe. No es a nosotros a
los que nos toca juzgar. La justicia total llegará al final. Dios, el dueño del campo,
se ha reservado el hacer justicia. Nosotros, mientras, tenemos que convivir en la
comprensión, en la tolerancia, en la paz, sin anatematizar a ningún hombre, sin
despreciar a nadie, sabiendo con humildad que también nosotros cosechamos
cizaña en nuestro propio corazón.
Por tanto, nuestro esfuerzo ha de ser confiar y trabajar por el crecimiento de la
buena semilla, siguiendo ejemplo de Aquel cristiano tan evangélico que fue Juan
XXIII, quien captó perfectamente esta enseñanza de Jesucristo cuando decía: “Me
dicen que en el mundo hay mucho mal y que yo soy un ingenuo al valorar lo que
hay de bueno. Es que, como he aprendido del Señor, prefiero insistir en el sí más
que en el no”.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)