Domingo Décimo Séptimo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
1 Re 3, 5. 7-12; Sal 118, 57 y 72. 76-77. 127-128;
Rom 8,28-30; Mt 13. 44-52
Jesús nos sigue hablando del Reino de los cielos: ahora lo compara con algo que
todos vamos a entender perfectamente: con el tesoro escondido que un hombre encuentra,
con la perla que un comerciante descubre y con la red llena de peces que recoge gozosamente
un pescador.
En todos los casos hay una reacción: hay que venderlo todo para lograr el tesoro,
para comprar la perla. Y hay que venderlo rápida y gozosamente porque lo que se va a
conseguir con aquella venta supera en mucho lo vendido. Eso es, para Jesús, la postura del
hombre que se ha encontrado con Dios en su vida. Debe quedarse tan asombrado, tan
ilusionado, tan contento, que no debe dudar en preguntarse seriamente, ¿qué hay que dar por
el encuentro?
Algo así le sucede a Salomón, que en lugar de pedir “vida larga, riquezas…”, pidió
al Seor un corazn dcil para gobernar al pueblo de Dios, “para discernir el mal del bien”.
Para Salomón, su interés, su único deseo es la sabiduría para poder gobernar; es anteponer el
bien de los demás a su propio interés.
Para Jesús su interés fundamental, su único tesoro, su única perla, su “comida”,
fue “hacer la voluntad del Padre”. Y, el que hace suyo este objetivo de Jesús, ha encontrado el
tesoro escondido.
Es verdad, todos estamos aquí porque queremos seguir a Jesús. Pero ¿con qué
intensidad lo hacemos? Para seguir a Cristo, tenemos que apostarlo todo a su favor. Una vez
descubierto este “tesoro”, esta “perla”, hemos de estar dispuestos a venderlo todo, a dejarlo
todo. Esto es quemar las naves en la playa, para no poder retornar jamás, y quedarnos para
siempre con él.
Descubierto Cristo, no debe haber posibilidad de volverse atrás. El hacerlo es signo
o que ha sido un descubrimiento falso: una falsa conversión; o que anteponemos nuestros
deseos, nuestra voluntad, a la voluntad de Dios. Seguir a Cristo es vender todo para
quedarnos con él.
A partir de ese momento la vida cobra un sentido nuevo; se produce una
verdadera revolución en la escala de valores: lo único importante es Dios y su voluntad, como
primer valor. Es lo de san Pablo: “Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor; por él lo perdí todo y todo lo estimo basura con tal de
ganar a Cristo y existir en él” (Flp 3: 8).
Por tanto, el encuentro con el Reino de Dios, la fe en Jesús, no es un conjunto de
prohibiciones, ni slo el “cumplimiento” dominical, o la devocin particular a los santos para
que nos hagan “milagros” o favores; no podemos reducir nuestra fe en Jesús a esto; nuestra
fe es el mismo Jesús, entendido como un encuentro vivo y personal con él…, que se abre al
futuro sin miedos ni complejos.
Si no vendemos lo que nos aparta de Jesús, si no estamos dispuestos a dar nada
de lo que verdaderamente apreciamos, a cambio de una fe que sea incapaz de descubrirnos a
Dios como fuente de gozo y de alegría; no será para nosotros el Reino de los cielos, el tesoro o
la perla si nuestra fe es apenas una monotonía sin contenido, que no entraña riesgo alguno:
no nos habremos hecho del tesoro.
En efecto, la sabiduría cristiana consiste en el discernimiento de los verdaderos
valores del Evangelio y en su aplicación a las circunstancias actuales. Hay que establecer una
escala de valores: primero Jesús y su Reino, la salvación, y todo, los demás, como medios
para dar gloria a Dios y tener vida eterna. Por eso, los cristianos y las familias debemos estar
siempre tomándonos el pulso de nuestra estima de valores.
¿Cuál es nuestro valor fundamental, cuál es nuestro dios en torno al cual estamos
construyendo nuestra existencia?
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)