Domingo Vigésimo Octavo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Is 25, 6-10ª; Sal 22,1-3a. 3b-4. 5. 6;
Flp 4, 12-14. 19-20; Mt 22, 1-14
El banquete del Reino
Jesús propone otra parábola sobre el Reino de los Cielos a los sumos sacerdotes y a
los notables del pueblo: a aquellos que se consideraban a sí mismos como los
grandes destinatarios de la invitación de Dios, pero que no aceptaban la predicación
de Jesús y criticaban su comportamiento.
Se celebra una gran fiesta de bodas, pero hay unos invitados que no quieren
asistir: “uno se march a sus tierras, otro a sus negocios”, sin hacer caso de la
invitación. Sin embargo, el banquete está preparado y no debe perderse por ellos.
Los criados reciben, pues, esta orden desconcertante: “vayan a los cruces de los
caminos y a todos los que encuentren, malos y buenos, convídenlos a la boda”.
Ellos lo hacen así, y la sala se llena de comensales.
Jesús, como el rey de la parábola, ante el desinterés de los primeros invitados,
llena la sala del banquete con los desconocidos, con los que se encuentran en los
cruces de los caminos y que reciben la invitación como pan bendito; deja a un lado,
ante su desinterés, a los sumos sacerdotes y senadores, y se dirige a publicanos,
pecadores, pueblo de la tierra, mujeres de todo tipo.
Sí, hermanos, es un gran banquete al que el padre nos invita. A nosotros, recogidos
de los cruces de los caminos. Al gran banquete que sólo él puede celebrar:
“Preparará el Seor de los ejércitos para todos los pueblos un festín de manjares
suculentos, un festín de vinos de solera”.
¡Cuán pobres resultan nuestros banquetes y nuestras fiestas al lado de ese gran
banquete! El “arrancará el velo que cubre a todos los pueblos, el pao que tapa a
todos las naciones. Aniquilará la muerte para siempre”.
Es la gran fiesta a la que el Padre nos invita; el banquete al que nos abre de par en
par las puertas: “El Seor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros”. ¿Es eso
posible? Sí, es posible. Más aún: esa es la gran esperanza, el gran regalo del Padre,
que esperamos y que celebramos, porque ya lo poseemos, como en la oscuridad.
Lo que hacemos aquí cada domingo es la pregustación del gran banquete, su
anuncio, su promesa, la celebración de su certeza.
Y esta fiesta es la Salvación, que todos anhelamos. Y que sólo puede venir de Dios,
Fuente de Vida: sólo él puede enjugar verdaderamente las lágrimas de todos los
ojos, hacer desaparecer el velo de dolor que cubre todos los pueblos -¡todos!-,
aniquilar para siempre, para siempre, la Muerte. Convertir nuestra vida -la tuya, la
mía, la de todos- en una gran fiesta. Por eso podemos exclamar con las palabras
del profeta Isaías: “Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara:
celebremos y gocemos con su salvacin”.
Pero, ojo, pues, que no hay que dormirse. La última parte de la parábola es como
un añadido, destinado a nosotros los aquí presentes, hoy.
Porque, una vez que llegó el gran rechazo y abiertas las puertas del banquete del
Reino a los publicanos y pecadores y a todos nosotros, debemos asistir con el traje
de fiesta, un vestido que el propio Padre nos regala.
Los primeros cristianos veían en ese traje El bautismo. Todavía hoy, cuando se
lleva a un niño a bautizar, el vestido blanco simboliza el don que el Padre nos hace
de su gracia, y que nos convierte en invitados de su Reino.
San Pablo nos explica en qué consiste este vestido: “Revístanse del hombre nuevo,
como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad,
de humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y
perdonándoos... y por encima de todo revestíos del amor...”(Col. 3. 10-13)
Abramos nuestro corazón, muy de verdad, a la invitación del Padre. Esforcémonos
cada día por seguir a Jesucristo: viviendo en su amor y en su amistad, dando frutos
de vida eterna.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)