24 de diciembre
Misa de Media noche 1
Is 9,2-7; Sal 95,1-2a. 2b-3, 11-12. 13;
Tt 2,11-14; Lc 2,1-14
"Les quiero dar la buena noticia, la gran alegría para toda la humanidad, para
esta querida asamblea: “hoy nos ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc).
“¡Oh maravilloso intercambio!
Él, niño de pecho, para que tú puedas ser un hombre perfecto;
Él, envuelto en pañales, para que tu quedes libre del lazo de la muerte;
Él, en el pesebre, para que tu puedas estar cerca del altar;
Él, en la tierra para que tú puedas vivir sobre las estrellas”;
Él, un esclavo, para que nosotros seamos hijos de Dios.
¡Qué increíble valor debe tener nuestra vida para que Dios venga a vivirla de
tal manera!
Pero ¡qué increíble amor para quererlo hacer!
Hoy, cerca de la cueva de Belén, no es día de decir: “Dios mío, te quiero”. Es
el día de asombrarse diciendo: “¡Dios mío, cómo me quieres tú!” (San
Ambrosio).
Desde hace veinte siglos brota del corazón de la Iglesia este gozoso anuncio.
En esta Noche santa el ángel nos lo repite a nosotros, hombres y mujeres del
tercer milenio: “No teman, pues les anuncio una gran alegría... Les ha nacido
hoy, en la ciudad de David, un salvador” (Lc 2, 10-11). Durante el tiempo de
Adviento nos hemos preparado para acoger estas consoladoras palabras, en ellas
se actualiza el “hoy” de nuestra redención.
En esta hora, el “hoy” resuena con un tono especial: no es sólo el recuerdo
del nacimiento del Redentor, sino que ha de ser la experiencia del encuentro con
el Redentor, de sentirnos salvados por Él, por su presencia en nuestros
corazones… Así nos unimos espiritualmente a aquel momento singular de la
historia en el que Dios se hizo hombre revistiéndose de nuestra carne.
Sí, el Hijo de Dios, de la misma naturaleza del Padre, Dios de Dios y Luz de
Luz, engendrado eternamente por el Padre, tomó cuerpo de la Virgen y asumió
nuestra naturaleza humana. Nació en el tiempo. Dios entró en la historia. El
incomparable “hoy” eterno de Dios se ha hecho presencia en las vicisitudes
cotidianas del hombre.
1 Cfr. JUAN PABLO II, Homilía en la Misa de Nochebuena, 1999
En esta noche santa hemos venido a postramos ante el Hijo de Dios. Nos
unimos espiritualmente al asombro de María y de José. Adorando a Cristo que
nació en una cueva, asumimos la fe llena de sorpresa de aquellos pastores,
experimentamos su misma admiración y su misma alegría.
Es difícil no dejarse convencer por la elocuencia de este acontecimiento: nos
quedamos embelesados. Somos testigos de aquel instante del amor que une lo
eterno a la historia: el “hoy” que abre el tiempo de la redención y del amor,
porque “un hijo se nos ha dado. Es nuestro y no nosotros somos para Él;
queramos que nuestra vida sintonice con la suya…
Ante el Verbo encarnado ponemos las alegrías y temores, las lágrimas y
esperanzas. Sólo en Cristo, el hombre nuevo, encuentra su verdadera luz el
misterio del ser humano.
Con el apóstol san Pablo, meditamos que en Belén «ha aparecido la gracia de
Dios, portadora de salvación para todos los hombres» (Tt 2, 1 l). Por esta razón
en la noche de Navidad resuenan cantos de alegría en todos los rincones de la
tierra y en todas las lenguas.
Esta noche, ante nuestros ojos se realiza lo que el evangelio proclama: “Tanto
amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él
tenga la vida” (Jn 3, 16).
¡Su Hijo unigénito!
¡Tú, Cristo, eres el Hijo unigénito del Dios vivo, que viniste al mundo en la
cueva de Belén! Después de dos mil años vivimos de nuevo este misterio como
un acontecimiento único e irrepetible. Entre tantos hijos de hombres, entre
tantos niños venidos al mundo durante estos siglos, sólo tú eres el Hijo de Dios:
tu nacimiento ha cambiado, de modo inefable, el curso de los acontecimientos
humanos.
Ésta es la verdad que en esta noche la Iglesia quiere transmitir al a cada
hombre o mujer, de lejos y cercanos, ausentes y presentes. Todos acojamos
esta verdad, que puede cambiar nuestras vidas, si nosotros queremos…: en la
noche de Belén Dios se hizo Hombre: se hizo Hombre para hacer al hombre
partícipe de su naturaleza divina.
¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo! En el inicio del tercer milenio, la
Iglesia te saluda, Hijo de Dios, que viniste al mundo para vencer a la muerte.
Viniste para iluminar la vida humana mediante el Evangelio. La Iglesia, que
estamos hay aquí te saludamos y junto contigo queremos caminar en nuestro
vida. Tú eres nuestra esperanza. Sólo Tú tienes palabras de vida eterna.
Tú, que viniste al mundo en la noche de Belén, ¡quédate con nosotros!
Tú, que eres el camino, la verdad y la vida, ¡guíanos! Tú, que viniste del
Padre, llévanos hacia él en el Espíritu Santo, por el camino que sólo tú conoces y
que nos revelaste para que tuviéramos la vida y la tuviéramos en abundancia.
Tú, Cristo, Hijo del Dios vivo, ¡sé para nosotros la Puerta, el Camino, la Verdad y
la Vida! Sé para nosotros la Puerta que nos introduce en el misterio del Padre.
¡Haz que nadie quede excluido de su abrazo de misericordia y de paz!
¡Este niño que hoy nos ha nacido es Cristo, es nuestro único Salvador!
María, aurora de los nuevos tiempos, quédate junto a nosotros, enséñanos a
caminar junto a tu Hijo.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)