Domingo Segundo de Cuaresma, Ciclo B
Gén 22,1-2. 9a. 15-18; Sal 115,10 y 15.16-17.18-19;
1Jn 4,7-10; Mc 9,1-9
“Jesús…subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró”: En una
montaña, lugar de revelación y de manifestación de Dios, Jesús se revela a tres
discípulos, y los hace portadores especiales de esta revelación. La descripción de la
transfiguración se hace a través de una frase popular al referirse al color blanco.
"Se les aparecieron Elías y Moisés...": Elías que fue arrebatado al cielo y Moisés que
en el Sinaí quedó transfigurado por su contacto con Dios. El profeta y el legislador
por excelencia, y los dos que habían entrado en la experiencia de Dios en el Sinaí.
El hecho de que aparezca primero Elías, puede ser un indicativo de Marcos que con
Jesús ya estamos en el tiempo final.
Hoy, Pedro, Santiago y Juan viven una experiencia inolvidable. Una
experiencia que Pedro, se encarga de resumir en una sola y expresiva frase: ¡Qué
bien se está aquí!
Lejos de la gente, solos en el monte, vieron de repente al Maestro
transfigurado, con sus vestidos blancos como la nieve, con un resplandor
inexplicable y con unos invitados de honor, Moisés y Elías, que conversaban con El.
Todavía más. De repente, una nube los cubrió y una voz majestuosa aseguró a los
asombrados apóstoles que aquel hombre que se había transfigurado en su
presencia, y por el que ellos, con una intuición maravillosa, habían dejado casa,
familia y redes, era ni más ni menos que el Hijo amado de Dios, al que había que
escuchar atentamente.
“Maestro, ¡qué bien se está aquí!”: Los discípulos lo viven como una
anticipación de la vida celestial. En este sentido, las tiendas que quieren hacer, se
refieren a las estancias de los bienaventurados. Quieren que la visión siga. Pero el
juicio del evangelista es negativo ante esta actitud: “Estaban asustados, y no sabía
lo que decía”. “Estar asustados” más que admiración por la transfiguración, significa
miedo, indecisión y, sobre todo, falta de comprensión del acontecimiento. Quieren
retener la visión para huir de la cruz.
“Este es mi Hijo amado; escuchadlo”: la nube y la voz divina explican la
transfiguración y dan una respuesta a los discípulos.
La nube es signo de la presencia de Dios. Tal como aparecía en el éxodo
sobre el tabernáculo, ahora aparece sobre Jesús. Los discípulos son los
destinatarios de esta revelación sobre Jesús.
Lo deben escuchar, para después ser sus testigos. En efecto, la misión de los
cristianos es presentar al mundo un Jesús con el que el hombre se encuentre bien,
un Jesús con el que dé gusto estar, con el que a uno le apetezca quedarse un rato a
charlar, a cambiar impresiones, a revisar los problemas grandes y pequeños de la
vida diaria. Es misión de los cristianos presentar a Jesús “transfigurado”, al Hijo
predilecto de Dios que es amor, justicia, comprensión, omnipotencia y misericordia.
II
Las Lecturas de este Segundo Domingo del Tiempo de Cuaresma nos hablan
de cómo debe ser nuestra respuesta al llamado que Dios hace a cada uno de
nosotros... y cuál es nuestra meta, si respondemos al llamado del Señor. En la
Primera Lectura del día de hoy vemos a Abraham siendo probado en su fe y en su
confianza en Dios. En el Evangelio se nos narra la Transfiguración del Señor.
Abraham fue probado en su fe y en su confianza en Dios, al exigirle que
sacrificara a Isaac, el hijo de la promesa. Los Apóstoles, Pedro, Santiago y Juan
fueron fortalecidos en su fe cuando Jesús se transfiguró delante de ellos. Es lo que
el Evangelio nos relata: Jesucristo se los lleva al Monte Tabor y allí les muestra el
fulgor de su divinidad. (Mc. 9, 2-10)
Con motivo de lo que sucedió en la Transfiguración, es bueno recordar lo que
en Teología llamamos la Unión Hipostática, término que describe la perfecta unión
de la naturaleza humana y la naturaleza divina en Jesús.
De acuerdo a esta verdad, el alma de Jesús gozaba de la Visión Beatífica,
cuyo efecto connatural es la glorificación del cuerpo. (Es lo que sucederá a todos los
salvados después de la resurrección al final de los tiempos).
Sin embargo, este efecto de la glorificación del cuerpo no se manifestó en
Jesús, porque quiso durante su vida en la tierra, asemejarse a nosotros lo más
posible. Por eso se revistió de nuestra carne mortal y pecadora (cf. Rm. 3, 8). Se
asemejó en todo, menos en el pecado.
Pero en la Transfiguración quiso también mostrar a tres de sus Apóstoles
algo su divinidad, luego de haber anunciado a los doce su próxima Pasión y Muerte.
Quiso el Señor con su Transfiguración en el Monte Tabor animarlos,
fortalecerlos y prepararlos para lo que luego iba a suceder en el Monte Calvario.
En efecto, en el Tabor, Pedro, Santiago y Juan, pudieron contemplar cómo el
alma de Jesús dejó trasparentar a su cuerpo un “algo” de su gloria infinita.
La gloria es el fruto de la gracia. Así, la gracia que Jesús posee en medida
infinita, le proporciona una gloria infinita que le transfigura totalmente. Fue algo de
lo que quiso mostrarnos en el Tabor.
Guardando las distancias, algo semejante sucede en nosotros cuando
verdaderamente estamos en gracia. La gracia nos va transformando. Pudiéramos
decir que nos va transfigurando, hasta que un día nos introduzca en la Visión
Beatífica de Dios
Si esto es así, apliquemos lo mismo a lo contrario. ¿Qué efecto tiene el
pecado en nuestra alma? Nos desfigura, nos oscurece. Y nos daña de tal manera
que, si nos descuidamos, nos puede desfigurar tanto, que podría llevarnos a la
condenación eterna.
Ahora bien, Tabor y Calvario van juntos. No hay gloria sin sufrimiento. No
hay resurrección sin cruz.
Con sus enseñanzas y con su ejemplo, Jesucristo quiso decirle a los
Apóstoles que han tenido la gracia de verlo en el esplendor de su Divinidad, que ni
El -ni ellos- podrán llegar a la gloria de la Transfiguración -a la gloria de la
Resurrección- sin pasar por la entrega absoluta de su vida, sin pasar por el
sufrimiento y el dolor.
A San Pedro le gustó mucho la visión de la Transfiguración y quería quedarse
allí. “¡Qué bueno sería quedarnos aquí!” (Mt. 17, 4.) Pero ese anhelo fue
interrumpido por la misma voz del Padre: “Este es mi Hijo amado en Quien tengo
puestas mis complacencias. Escúchenlo” (Mt. 17, 5).
Cuando Pedro pide quedarse disfrutando en el Tabor, gozando de esa
pequeña manifestación de la divinidad, Dios mismo le responde, diciéndole que
escuche y siga a su Hijo. No pasó mucho tiempo para que San Pedro y los demás
supieran que seguir a Jesús significa subir también al Calvario.
Si en el Cielo la felicidad completa y eterna será la consecuencia de la
posesión de Dios, de la Visión Beatífica, aquí en la tierra los momentos de felicidad
espiritual son sólo impulsos para entregarnos con mayor generosidad a Dios y a su
servicio.
Después de la Transfiguración, los tres discípulos levantaron los ojos y vieron
sólo a Jesús. Ya no estaban Moisés y Elías. Ya no irradiaba el Señor su Divinidad.
No importa que nos falte todo, que se deshaga todo, que se interrumpa todo,
que no tengamos consuelos espirituales, ni muchos momentos felices, o –al
contrario- que tengamos muchos momentos de sufrimiento. No importa la
situación, no importa la circunstancia. Puede ser en el Tabor o en el Calvario. Sólo
Dios basta.
Recordemos el poema teresiano:
Nada te turbe. Nada te espante. Todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia
todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)