Domingo Quinto de Cuaresma, Ciclo B
Jer 31,31-34; Sal 50,3-4. 12-13. 14-15. 18-19;
Hebr 5,7-9; Jn 12,20-33
I
El juicio de Dios tiene tres dimensiones:
1. El juicio ha ocurrido ya. En la muerte y resurrección de Cristo. Ahí ha dicho
Dios ya su última palabra. Es la revelación definitiva, la palabra total de Dios. No
hay que esperar nuevas revelaciones. Dios lo ha dicho todo ya ahí.
Dios no tiene nada más que decir. El mundo ha sido juzgado. El juicio es
Jesús muerto y resucitado. Yo soy el camino, ha dicho Jesús. El que quiera
salvarse, que me siga.
No hay otro camino ni otra puerta. El camino a la Vida es vivir y morir como
Jesús. Todo lo que no sea vivir como Jesús está ya descalificado de antemano por
Dios. Dios lo ha condenado ya en su juicio, en la muerte y resurrección de Cristo. El
juicio (la sanción de salvación o condenación) está ya anunciado en Jesús: hay que
pasar por esa única puerta.
2. El juicio está ocurriendo. Está ocurriendo ahora, al filo de cada segundo de
mi vida por confrontación con Jesús muerto y resucitado. Sólo se salva lo que es
vivir como Jesús. Lo que vivo al margen suyo está ya descalificado, nace muerto de
antemano, como un aborto. Yo soy, pues, ahora, quien hago mi juicio, quien lo
verifico: creo mi salvación o mi condenación.
Dios ha dado su juicio en la muerte y resurrección de Jesús, y ahora soy yo
el que verifico el juicio de Dios en mi vida, día a día, en ese último reducto de mi
intimidad en el que me siento juzgado por su presencia y en el que decido sobre la
orientación de mi vida. Mi "sí" es el que me salva. Mi "no" es el que me condena. El
juicio ocurre ahora: lo hago yo. Dios no tendrá que juzgarme; soy yo el que juzgo,
soy yo quien salvo o condeno mi vida por confrontación con el juicio de Dios en
Jesús. Cuando venga el Hijo del hombre no separará a los buenos de los malos a
diestra y siniestra. No, porque el Hijo del hombre ya ha venido. Jesús ya ha venido,
y no nos ha separado él, sino que somos nosotros quienes ante él nos separamos a
derecha e izquierda. Jesús provoca la división entre los hombres. O estáis conmigo,
o estáis contra mí. No se puede servir o dos señores. A Cristo crucificado (muerto y
resucitado) lo puedo considerar como locura, como escándalo o como fuerza de
salvación de Dios (1Co 2, 23-24), lo puedo aceptar o lo puedo rechazar, puedo
decir sí o decir no: ahí realizo mi juicio.
El juicio ocurre ahora, pero lo hacemos nosotros. Dios no es capaz de
condenarnos: “porque Dios ha enviado a su Hijo al mundo no para condenarlo, sino
para que se salve por él” (Jn 3, 17); “si Dios está por nosotros, ¿quién contra
nosotros?; Dios es quien justifica, ¿quien nos condenará?” (Rm 8, 31 ss).
Ese Dios juez neutral que hemos imaginado, que se sienta en su tribunal
para juzgar nuestra vida imparcialmente, que deja de lado todo su amor
apasionado por nosotros para juzgar neutralmente con la ley en la mano no es el
Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo. El Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo -
para fortuna nuestra- no vale para juez. Porque a un juez lo primero que se le pide
es que sea imparcial y neutral. Y nuestro Dios no podría juzgarnos imparcialmente,
porque es terriblemente parcial, porque está apasionadamente a favor nuestro,
porque está terriblemente empeñado en salvarnos por todos los medios. Pero, para
desgracia nuestra, Dios no nos juzgará, porque Dios ha hecho ya su juicio en Jesús
muerto y resucitado y ahora nos toca hacerlo a nosotros. Ahora es el juicio. “He
venido a este mundo para un juicio” (Jn 9, 39).
3. El Juicio ocurrirá al final, es decir, tarde o temprano todo queda sometido
a Dios. Eso es lo que se debe entender como contenido del lenguaje apocalíptico.
Quizá no será un día, ni en el valle de Josafat, ni habrá trompetas, ni espectáculos,
ni se sacarán trapos sucios de nadie para vergüenza de todos... Significa
simplemente algo así como que "de nuestro Dios nadie se ríe", que con Dios no se
puede jugar. Es como la afirmación del poder absoluto de Dios, para garantía de los
creyentes. No hay nada que escape al juicio de Dios. Toda mi vida será enjuiciada,
está siendo ya enjuiciada por Dios.
Es, pues, este tema del Juicio de Dios, un tema sugerente y comprometedor,
que debe hacernos tomar conciencia de las responsabilidades escatológicas de
nuestra vida. Digamos para acabar que las frases de estos apuntes de homilía
deben ser tomadas en su contexto y no sometidas a examen extrapolándolas fuera
de su contexto. Son un lenguaje. Hay otros.
II
¿Puede realizarse la aparente contradicción planteada en el título? ¿Perder
para ganar? Sí puede ser así, pues es lo que el Señor nos propone cuando nos
advierte que quien pretenda conservar su vida la perderá, pero quien la entregue la
conservará.
Ya próximo a su Pasión, ya en Jerusalén donde iba a ser entregado para su
Muerte en la cruz, Jesús informó a sus discípulos y a algunos seguidores, lo que
estaba a punto de suceder, agregando que después de “ser levantado de la tierra”,
su Reino se extendería a todos, porque iba a ser arrojado el príncipe de este mundo
(el Demonio)... y El, a través de su muerte en cruz y por la gloria de su
Resurrección, atraería a todos hacia El. Palabras de esperanza y seguridad para
todos los que nos dejamos “atraer” por El, por su doctrina y por su ejemplo.
Palabras también de compromiso, porque “dejarnos atraer por El” significa
seguirlo en todo... como El reiteradamente nos pide. Y “seguirlo en todo” significa
seguirlo también en la muerte. Por supuesto esto no significa que todos tengamos
que morir en una cruz como El. Tampoco significa que todos tengamos que sufrir
un martirio violento -como algunos sí lo han tenido. Significa más bien ese “morir”
cada día a nuestro propio yo. Significa ese “perder la vida” que Jesús nos pide en
este pasaje de San Juan y que también nos lo requiere en otra oportunidad, con
palabras similares: “El que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que pierda
su vida por Mí, la asegurará” (Mt. 16, 25 - Mc. 8, 35 - Lc. 9, 24).
Morir cuesta mucho. Y más cuesta la idea misma de “morir”. Pero la Palabra
de Dios es clara, muy clara: debemos entregar nuestra vida, morir a nosotros
mismos, si realmente queremos vivir. ¿Qué significa entregar nuestra vida y morir
a nuestro yo?
Significa entregar nuestros modos de ver las cosas, para que sean los modos
de Dios y no los nuestros los que rijan nuestra vida. Significa entregar nuestros
planes, para pedirle a Dios que nos muestre Sus planes para nuestra vida, y
realizar esos planes y no los nuestros. Significa entregar nuestra voluntad a Dios,
para que sea Su Voluntad y no la nuestra la que dirija nuestra existencia en la
tierra. Es, entonces, un continuo morir a lo que este mundo nos propone como
deseable y hasta conveniente.
Ya Dios nos advierte en su Palabra quién rige este mundo: aquél que es
llamado en este pasaje “príncipe (o amo) de este mundo”. Los valores que nos
propone el mundo son muy diferentes a los de Dios. Los criterios de este mundo
son también muy diferentes a los de Dios. Y cada vez que optamos por el bando de
Dios, por ese “perder la vida de este mundo”, significa un “morir” a nuestro yo, es
decir, a nuestras propias inclinaciones, deseos, ideas, criterios, planes, etc.
Próximos ya a la Semana Santa, cuando conmemoraremos la entrega total
que Cristo hizo de Sí mismo, perdiendo su vida para darnos una nueva Vida a todos
nosotros, es tiempo propicio para una profunda conversión.
Reflexionando sobre las palabras del Evangelio y aplicándolas a nuestra vida
espiritual, podríamos pedir al Señor esta gracia de conversión profunda que
significa el poder comprender y realizar este ideal que nos propone y nos muestra
Cristo: morir para vivir, perder para ganar, entregar para obtener.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)