Domingo de Ramos
Homilía al Evangelio de bendición y procesión
Marcos 11,1-10
Hermanos:
1. Han venido a bendecir ramos y palmas. Porque conmemoramos la entrada
de Jesús en Jerusalén. Lo acabamos de leer: Jesús monta en un burrito y la gente
le aclama con júbilo: “¡Hosana! ¡Bendito el que viene en nombre del Seor!”.
Muchos alfombraban el camino con los mantos en señal de fiesta y cortaban ramas
de los árboles y las agitaban para aclamarlo.
2. Jesús entra en Jerusalén en olor de multitudes, aclamado y triunfante. Y
¿qué va a hacer a Jerusalén? Lo sabemos bien. No acude para ser coronado como
rey. Bien al contrario: este domingo empieza la última semana de su vida. El jueves
al anochecer se reunirá con sus discípulos y celebrará la cena de Pascua (tal como
hacían los judíos aquella semana). Será su última cena. Antes de terminar, Jesús
instituirá la eucaristía. Después será detenido a las afueras de la ciudad. Al día
siguiente le conducirán ante Pilato, el gobernador romano. Y al mediodía será
clavado en una cruz en el Calvario, un montículo que había muy cerca de la ciudad,
donde morirá a primera hora de la tarde.
3. ¿No resulta un tan extraño aclamar a Jesús con ramos y palmas pocos
días antes de su muerte? Sabemos el motivo: el domingo próximo es Pascua. En la
Pascua conmemoramos que Jesús sale victorioso del sepulcro. Porque la aventura
de Jesús no termina el Viernes Santo, sino que culmina el domingo de Pascua. Por
eso, cuando ahora agitemos los ramos y cantemos “¡Hosana!”, no aclamaremos
solamente a Jesús que entra en Jerusalén para sufrir y para morir clavado en una
cruz; aclamaremos también, y sobre todo, a Jesús que resucita victorioso y que
vive por siempre con el Padre.
4. Celebremos, pues, con alegría el domingo de Ramos. Aclamemos a Jesús,
el Señor. El es nuestro maestro y nuestro guía. Aclamarlo quiere decir escucharle y
hacerle caso. Muchos no le hicieron caso. Algunos incluso consiguieron detenerle y
clavarle en una cruz, un horrible suplicio. En este Jesús muerto en cruz porque
molestaba con su predicación y su comportamiento, nosotros reconocemos al Hijo
de Dios. Y lo decimos hoy de una manera sencilla, con palmas y flores: “Señor
Jesús: Tú eres el Hijo de Dios, tú nos conduces a la felicidad y a la vida.
Siguiéndote a Ti, pasaremos también nosotros por situaciones negras. Quizá nos
tocará sufrir. Seguro que moriremos como mueren todos los hombres y mujeres.
También Tú moriste. Pero nuestra aventura no terminará con la muerte. Como Tú y
contigo viviremos por siempre”.
Reflexión a la lectura de la pasión del Señor
Is 50,4-7; Sal 21,8-9. 17-18a. 19-20. 23-24;
Fil 2,6-11; Mc 14,1-15,47
I
En los acontecimientos que hemos escuchado, tiene cinco momentos:
arresto, proceso judío, proceso romano, ejecución y sepultura. Son el final y
comienzo de la vida y destino de Jesús, al que los discípulos llaman «Cristo» y
«Señor» después de la resurrección. Según como interpretemos y vivamos la
muerte y resurrección de Jesús, así se configurará el modo de nuestro de ser de
cristiano.
Para entender la muerte de Jesús no basta relacionarla con el sanedrín judío
o el gobernador romano; es preciso conectarla con su Dios y Padre, cuya cercanía y
presencia proclamó. El cómo y el porqué de la muerte de Jesús tienen una estrecha
relación con el cómo y el porqué de toda su vida.
Jesús no queda en poder de la muerte, sino fuera de la misma. La cruz de
Jesús no se entiende si no es desde la totalidad de su vida; pero, a su vez, su
muerte no tiene sentido si no es por la resurrección, clave de nuestra fe y de
nuestro propio vivir.
II
Ya estamos entrando en la Semana Santa, ese tiempo especialísimo de
contemplación de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Son
los días en los cuales debiéramos meditar esos misterios tan importantes de
nuestra fe, para que, conmovidos por los sufrimientos del Señor, podamos llegar a
una conversión de fondo, al arrepentirnos verdaderamente y confesar nuestros
pecados, para así poder enrumbarnos en el camino de la salvación.
Al contemplar los sucesos de la Pasión del Señor que nos narra el Evangelista
San Marcos (Mc. 14, 1 a 15, 47) , vemos como “Cristo, siendo Dios, no hizo alarde
de su condicin divina, sino que se rebaj a sí mismo” (Flp. 2, 6-11), haciéndose
pasar por un hombre cualquiera. Llegó hasta la muerte y a la muerte más
humillante que podía darse en el sitio y en la época en que El vivió en la tierra: la
muerte en una cruz.
Cristo se “anonad”, es decir, se hizo “nada”, dejándose insultar, burlar,
acusar, castigar, torturar, juzgar, condenar, matar, etc. etc. etc. Pero “Dios lo
exaltó sobre todas las cosas... para que todos reconozcan públicamente que
Jesucristo es el Seor”.
Seguidores de Cristo somos los cristianos. Es lo que nuestro nombre
significa. Y El mismo nos ha dicho cómo hemos de seguirlo: “El que quiera
seguirme, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Pues quien quiera
asegurar su vida la perderá y quien sacrifique su vida por mí y por el Evangelio, se
salvará” (Mc. 8, 34-35).
Estos días de la Semana Santa nos llaman a la muerte con Cristo: a sacrificar
nuestra vida por El y por lo que El nos dice en su Evangelio. No basta recoger
palmas benditas este Domingo de Ramos, no basta visitar a Cristo expuesto
solemnemente el Jueves Santo, no basta siquiera pensar en los sufrimientos de
Cristo durante la ceremonia del Viernes Santo. Todo esto es necesario... muy
necesario. Pero todo esto debiera llevarnos a imitar a Cristo en esa cruz y en esa
muerte que El nos pide para poder salvar nuestras vidas.
Y ¿qué es ese morir que Cristo nos pide? El lo determina muy bien cuando
nos dice cómo hemos de seguirlo: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí
mismo”. Comprender qué significa negarse uno mismo es más o menos simple.
Hacerlo es ya más difícil... pero no imposible. Negarse a uno mismo es
sencillamente decirse “no” a lo que uno desea, a lo que uno cree que es lo mejor, a
lo que uno cree que es lo más conveniente, a lo que uno cree que es necesario...
cuando eso que uno desea, que uno cree lo mejor, más conveniente y necesario no
coincide con lo que Cristo nos dice, nos muestra y nos pide.
Y ¿por qué es difícil negarse a uno mismo? Es difícil, porque estamos
acostumbrados a consentirnos a nosotros mismos, a decirnos que sí a todos
nuestros deseos, antojos, supuestas necesidades, apegos, etc. Nos amamos mucho
a nosotros mismos; por eso nos consentimos tanto. El mundo nos vende la idea de
complacer nuestro “yo”, con cosas lícitas o ilícitas, necesarias o innecesarias,
buenas o malas. No importa. Lo importante es hacer lo que uno quiera. Y esto que
está tan arraigado en nuestra forma de ser, va en contra de lo que Cristo hizo y nos
pide con su ejemplo y su Palabra.
Bien están las palmas benditas y la visita a los Monumentos, pero -además
de esas devociones- para seguir a Cristo como El nos pide, no nos queda más
remedio que “morir con El para vivir con El” (Rom., 6, 8).
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)