Domingo Tercero de Pascua, Ciclo B
Hech 3,13-15. 17-19; Sal 4, 2. 4. 7. 9;
1Jn 2,1-5ª; Lc 24,35-48
La resurrección de Jesús no es una vuelta a su vida anterior para volver de
nuevo a morir un día de manera ya definitiva. No es una simple reanimación de su
cadáver, como pudo ser el caso de Lázaro. Jesús no regresa a esta vida, sino que
entra en la Vida definitiva de Dios. Por eso, los primeros predicadores dicen que
Jesús ha sido "exaltado" por Dios (Hech. 2, 33), y los relatos evangélicos presentan
a Jesús viviendo ya una vida que no es la nuestra.
Los cristianos no han entendido nunca la resurrección de Jesús como una
supervivencia misteriosa de su alma inmortal. Jesús resucitado no es "un alma
inmortal" ni un fantasma. Es un hombre completo, vivo, concreto, que ha sido
liberado de la muerte con todo lo que constituye su personalidad. Para los primeros
creyentes, a este Jesús resucitado que ha alcanzado ahora toda la plenitud de la
vida no le puede faltar cuerpo.
Los primeros cristianos no describen nunca la resurrección de Jesús como una
operación prodigiosa en la que el cuerpo y el alma de Jesús han vuelto a unirse
para siempre. Su atención se centra en el gesto creador de Dios que ha levantado
al muerto Jesús a la vida. La resurrección de Jesús no es un nuevo prodigio, sino
una intervención creadora de Dios. La resurrección es algo que le ha sucedido a
Jesús y no a los discípulos. Es algo que ha acontecido en el muerto Jesús y no en la
mente o en la imaginación de los discípulos. No es que "ha resucitado" la fe de los
discípulos a pesar de haber visto a Jesús muerto en la cruz. El que ha resucitado es
Jesús mismo. No es que Jesús permanece ahora vivo en el recuerdo de los suyos.
Es que Jesús realmente ha sido liberado de la muerte y ha alcanzado la vida
definitiva de Dios.
A los primeros cristianos no les gusta decir: “Jesús ha resucitado”. Prefieren
emplear otra expresión: “Jesús ha sido resucitado por Dios” (Hech. 2, 24; 3, 15...)
Para ellos, la resurrección es una actuación del Padre que con su fuerza creadora y
poderosa ha levantado al muerto Jesús a la Vida definitiva y plena de Dios. Para
decirlo de alguna manera, Dios le espera a Jesús al otro lado de la muerte para
liberarlo de la destrucción, vivificarlo con la fuerza creadora, levantarlo de entre los
muertos e introducirlo en la vida indestructible de Dios.
Este paso de Jesús de la muerte a la Vida definitiva es un acontecimiento que
desborda esta vida en que nosotros nos movemos. Por eso, no lo podemos
constatar y observar como hacemos con tantos otros acontecimientos que suceden
entre nosotros. Pero es un hecho real, que ha sucedido. Más aún: para los
creyentes es el hecho más real, importante y decisivo que ha sucedido para la
historia de la humanidad.
II
El Evangelio de hoy nos narra la primera aparición de Jesucristo resucitado a sus
Apóstoles y discípulos reunidos en Jerusalén (Jn. 6, 1-15). Anteriores a esta
apariciones, la Sagrada Escritura nos narra la de María Magdalena, nos menciona
que el Señor se había aparecido también a San Pedro y, adicionalmente, nos cuenta
la de dos discípulos suyos que iban desde Jerusalén hacia Emaús.
En el Evangelio, en esta primera aparición a los Apóstoles y discípulos reunidos
en Jerusalén, Jesús les da todas las pruebas para que se convenzan que realmente
ha resucitado. Les disipa todas las dudas que pueden tener y que de hecho tienen
en sus corazones. Les demuestra que no es un fantasma, que realmente está allí
vivo en medio de ellos. Como nos les bastaba ver las marcas de los clavos en sus
manos y pies, les da una prueba adicional: les pide algo de comer, y come.
Luego les recuerda cómo El les había anunciado todo lo que iba a suceder y
estaba sucediendo ya, y cómo se estaban cumpliendo las Escrituras con su muerte
y resurrección. Y ya al final les dice que ellos son testigos de todo lo sucedido y les
habla de que “la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados debe
predicarse a todas las naciones, comenzando por Jerusalén”.
Y eso hacen los Apóstoles. En la Primera Lectura (Hech. 3, 13-19), tenemos un
discurso de Pedro quien, aprovechando la aglomeración de gente que se formó
enseguida de la sanación del tullido de nacimiento, hace un recuento de cómo
sucedieron las cosas y cómo fue condenado Jesús injustamente: “Israelitas: ...
Ustedes lo entregaron a Pilato, que ya había decidido ponerlo en libertad.
Rechazaron al santo, al justo, y pidieron el indulto de un asesino; han dado muerte
al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos.”
Sin embargo, a pesar de la falta tan grave, del “deicidio” que se había cometido,
Pedro les habla de la misericordia de Dios en el perdón: “Ahora bien, hermanos, yo
sé que ustedes han obrado por ignorancia, al igual que sus jefes... Por lo tanto,
arrepiéntanse y conviértanse para que se les perdonen sus pecados”.
En la Segunda Lectura (1 Jn. 2, 1-5) de la Misa de hoy, también San Juan nos
habla del arrepentimiento y del perdón de los pecados. “Les escribo esto para que
no pequen. Pero, si alguien peca, tenemos un intercesor ante el Padre, Jesucristo,
el justo. Porque El se ofreció como víctima de expiación por nuestros pecados y no
sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero”.
Importante hacer notar cuál es la condición para recibir el perdón de los
pecados. Esa condición, no se refiere a la gravedad de las faltas, por ejemplo. No
se nos habla de que unas faltas se perdonan y otras no, como si algunas faltas
fueran tan graves que no merecerían perdón. ¡Si se perdona hasta el “deicidio”! Se
nos habla, más bien, de una sola condición: arrepentirse, volverse a Dios. Es lo
único que nos exige el Señor.
Por supuesto, el estar arrepentidos tiene como consecuencia lógica el deseo de
no volver a ofender a Dios, lo que llamamos “propósito de la enmienda”. Pero, sin
embargo, si a pesar de nuestro deseo de no pecar más, volvemos a caer, el Señor
siempre nos perdona: 70 veces 7 (que no significa el total de 490 veces) sino todas
las veces que necesitemos ser perdonados.
¿Realmente tenemos conciencia de lo que significa esta disposición continua del
Señor a perdonarnos? ¿Nos damos cuenta del gran privilegio que es el sabernos
siempre perdonados por El? ¿Medimos, de verdad, cuán grande es la Misericordia
de Dios para con nosotros que le fallamos y le faltamos con tanta frecuencia?
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)