Domingo Segundo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
1 Sam 3, 3b-10. 19; Sal 39,2 y 4ab. 7-8. 8b-9. 10;
1 Cor 6, 13c-15a. 17-20; Jn 1, 35-42
Este domingo tiene cierto carácter de tránsito entre Epifanía y el tiempo
ordinario: Jesús se manifiesta a aquellos que iban a ser sus primeros discípulos. Por
otro lado, el episodio que hoy nos narra el evangelio de Juan representa el paso del
Antiguo al Nuevo Testamento, de Juan a Jesús.
Juan el Bautista “fijándose en Jesús que pasaba, dijo: este es el cordero de
Dios”. He aquí compendiada toda la misión de Juan y la de todo apóstol: ser simple
indicador de Jesús. “No era él la luz, sino testigo de la luz” (Jn 1,8). Son
sorprendentes el desprendimiento y la sencillez con que Juan, en medio de su
fama, le da el relevo a Jesús. La pobreza deberá ser siempre la primera cualidad del
testigo de Jesús, comenzando por la propia Iglesia. No se trata de ganar las
personas para nosotros, sino de ganarlas para Jesús, que significa ayudarles a ser
más ellas mismas, más llenas de luz, de paz, de amor, de verdad y de bien.
Lo que convierte a un hombre en testigo y discípulo de Jesús es el hecho de
encontrarse, de quedarse con él. A todos Jesús nos quiere con Él, cualquiera que
sea nuestra realidad, trabajo o vocación; de hecho, de este estar en y con Jesús
dependerá el ver y el vivir de nuestra existencia…
Pero, ¿qué puede significar, en la vida concreta o real del hombre de hoy,
encontrarse con Jesús, escuchar su voz? Estas expresiones nos parecen muchas
veces simples frases hechas, sin significado alguno en la vida. Ha pasado aquel
tiempo, en que un Samuel o un san Francisco de Asís podían escuchar con sus
oídos la voz del Señor. ¿De qué modo, por tanto, podemos aún hoy día
encontrarnos con Jesús y escuchar su voz?
Podríamos decir que, más que de encontrar a Jesús, se trata de dejarse
encontrar por él. Y la mejor disposición es una actitud de búsqueda sincera del bien
y la verdad. Si nosotros nos mantenemos abiertos al bien y a la verdad, podemos
esperar que Jesús, a través de su Espíritu, no dejará de hacerse presente en
nuestra vida en forma de paz, de gozo, de fortaleza, de capacidad para amar y
perdonar... Y podemos esperar también que, en más de una ocasión, en la fe, nos
hará experimentar la certeza de su presencia, la certeza de que aquellos dones nos
vienen de él. Y escuchar su voz significará discernir en cada situación, bajo la
acción del Espíritu, lo que es más conforme al evangelio, a las opciones mayores
del Reino, como son la confianza en el Padre del cielo, el respeto y el amor
incondicional a los demás, la opción por los pobres, la paz, la solidaridad, etc.
Y no podemos despreciar las diversas mediaciones de este encuentro.
Porque, si bien es cierto que el Espíritu de Dios sopla cuando y donde quiere,
también es cierto que hay unas mediaciones ordinarias que nos permiten
experimentar más fácilmente la presencia del Señor y ver más claramente su
voluntad. Por citar algunas, el silencio y la plegaria, la lectura del evangelio, los
encuentros eclesiales, la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos.
Pero, a la luz del capítulo 25 de san Mateo, sabemos que, nos demos cuenta
o no, Jesús se hace misteriosamente presente y pide acogida en el corazón mismo
de la vida, incluso de aquellos que no lo conocen. Jesús se hace presente en la vida
tomada con absoluta seriedad, en el tejido de las relaciones personales, en el
servicio humilde al desvalido, en el compromiso por el bien y la justicia.
Esto es lo que significa que la Iglesia sea sacramento. Ella es la encargada de
hacer presente a Jesús entre los hombres. Es en ella, que ha conservado viva la
memoria de Jesús, en la vida concreta de sus comunidades, que los hombres
podrán reconocer a Jesús y cuanto él significa para nosotros hoy. Pero esto sólo
será posible en la medida en que escuche su palabra, se deje penetrar por su
Espíritu y viva de su presencia.
La Iglesia debería poder decir como Jesús: “Vengan y lo verán”. Y su palabra
debería poder limitarse a dar razón de lo que le hace vivir, del fundamento de su
esperanza.
¿Cuáles son los efectos o signos del encuentro con Jesús? El primero es un
cambio profundo de la existencia, como el que tuvo lugar en los apóstoles a raíz de
su encuentro con el Resucitado y que en el evangelio de hoy vemos reflejado en
Simón, incluso en el cambio de nombre. El que realmente se ha encontrado con
Jesús deviene un hombre nuevo a imagen de Jesús.
Y, como podemos ver también en el evangelio de hoy y es una constante en
la historia de la salvación, aquel que se ha encontrado con Jesús y ha comprendido
lo que Jesús significaba en su vida, se siente irresistiblemente impelido a decirlo, a
comunicarlo a los demás. La fe se propaga por irradiación.
Como decía el Papa Pablo VI, ¿acaso existe otro modo de comunicar la fe,
que el de comunicar las propias experiencias? Sólo el que ha “visto” a Dios tiene
derecho a hablar de él.
La Eucaristía es el gran encuentro con Jesús y con los hermanos, Jesús se
hace “realmente” presente entre nosotros. Que cada vez que celebremos la
Eucaristía este encuentro con Jesús nos ayude a descubrir y a vivir su presencia a
lo largo de la vida.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)