Domingo Sexto del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Lv 13, 1-2.44-46; Sal 31; 1Cor 10, 31-11,1; Mc 1, 40-45
A menudo la Biblia nos habla de la lepra. Es también un símbolo que nos
habla del pecado, del mal. El leproso es una representación del pecador. Pero hay
dos modos diversos -dos etapas- en la consideración del leproso. La primera, le
separa para que no contagie, la segunda, la de Jesucristo, le cura para que conviva.
Uno se pregunta si, demasiadas veces, no seguimos en aquella primera etapa (1ª.
lectura), y no conseguimos vivir en la segunda (Evangelio).
En la primera lectura nos habla de las normas existentes en el pueblo judío
para distinguir y separar al leproso. Porque la lepra era considerada como una
enfermedad contagiosa -una concepción que hoy se nos dice que era
científicamente errónea- y por ello creían necesario separar a los leprosos.
El pecado, el mal que hay en el hombre, también lo juzgamos contagioso.
Pero no es posible separar al pecador, porque todos somos pecadores (“el que dice
que no tiene pecado -dice san Juan- es un mentiroso” y “el diablo -dice Jesús- es el
padre de la mentira”). No podemos juzgar, no podemos condenar. No podemos
separar. La primera enseñanza que hallamos en el evangelio de hoy es que no se
trata de condenar, de separar, sino de curar, de liberar. Y que ello no se consigue
observando las normas de separación, sino -como hace Jesús- extendiendo la mano
y tocando -compartiendo- la vida del que es considerado pecador.
Es decir, el primer paso es una solidaridad en sentirnos pecadores, impuros,
leprosos. Por ello, cada vez que nos reunimos para celebrar el memorial de
Jesucristo, empezamos reconociéndonos todos -todos- pecadores. No pedimos “por
los pecadores” sino “por nosotros pecadores”. Sin este primer paso, sin este inicial
reconocimiento de lepra colectiva, no hay posibilidad de seguir adelante.
El pecado es un mal. De ahí que el cristiano -siguiendo a Jesús- deba luchar
contra este mal.
Las dos tentaciones son: una, la del fariseísmo, la de la sociedad hipócrita, la
del cristianismo puritano: es dividir a los hombres entre puros e impuros, entre
buenos y malos (y excluir a los malos de la convivencia con los buenos);
ciertamente no es la conducta de Jesús. La otra tentación es la de la permisividad,
de la indiferencia, que todo lo considera igual, sin bien ni mal; es la tentación de la
sociedad consumista de la Europa desarrollada, es la tentación del escepticismo,
que no cree que valga la pena luchar contra todo mal. Tampoco es la conducta de
Jesucristo.
Jesucristo no excluye a nadie. Pero no deja el mundo igual. Jesús ama a cada
hombre -a cada pecador, a cada leproso- y por ello no se desentiende de su mal, de
su lepra: la cura. Es decir, lucha contra el mal, porque ama al hombre, a cada
hombre, a cada pecador (dicho de otro modo, ama a cada hombre y por ello quiere
salvarle, liberarle, curarle).
En definitiva hoy el evangelio nos invita a comprender, compartir, no juzgar ,
ayudar a todo hombre, por más “pecador” -leproso- que parezca, sabiendo que
todos compartimos la realidad de mal, de pecado; pero también reconocer que si
queremos seguir a Jesús, Mesías de un Reino de amor y bondad, es preciso luchar
contra todo mal, ayudar a superarlo, ser intransigentes contra cualquier pacto,
cualquier actitud que no distingue entre bien y mal, entre verdad y mentira, entre
justicia y opresión, etc.
¡Qué mejor oportunidad para obtener la sanación de nuestra lepra espiritual
que la Confesión! Por más fea o más larga que sea la lepra de nuestra alma,
necesitamos arrepentirnos de nuestros pecados, confesarlos ante el Sacerdote,
recibir a Jesús en la Sagrada Comunión. Así de fácil los requisitos. Así de grande la
recompensa: quedamos sanos totalmente, como el leproso, para comenzar una
nueva vida de gracia en Dios. Vale la pena.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)