Domingo Octavo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Os 02, 14b. 15b. 19-20; Sal 102,1-2. 3-4. 8 y 10. 12-13;
2 Co 3, 1b-6; Mc 2, 18-22
El ayuno, rito tradicional, tenía un significado muy preciso en el Antiguo
Testamento: era un gesto de humillación que acompañaba a la oración, a la que
añadía un profundo sentido de la dependencia del hombre respecto de Dios.
“¿Por qué los tuyos no ayunan?” Juan y sus discípulos, al igual que los
fariseos, llevaban una vida de severa penitencia, de ayunos.
Jesús no rechaza el ayuno, sino todo ritualismo que pretenda sustituir la
auténtica actitud religiosa del hombre. Para El, Dios tiene siempre la iniciativa, y el
hombre debe vivir abierto a sus exigencias.
Sus discípulos no practican el ayuno por una circunstancia gozosa: se
encuentran en un momento de plenitud interior, viven un instante de gozo como en
el momento de las bodas. Pero “se llevarán al novio”, morirá Jesús. El ayuno,
prescrito por la presencia del “novio”, se volverá necesario por la ausencia. Refleja
la situación compleja del cristiano, que posee sin disfrutar plenamente, y que debe
seguir buscando al que ya ha encontrado.
La adhesión a Cristo nos llevará fatalmente a momentos difíciles, en los que
no hará falta ayunar para hacer penitencia. Sus palabras implican un compromiso
total. El ayuno que Jesús pide a sus seguidores va por otro camino. Porque, ¿qué
sentido humano y religioso pueden tener los ayunos si lo que fundamentalmente
importa es luchar para hacer realidad la justicia que reclaman los explotados, única
forma auténtica de realizar aquí y ahora el reino de Dios? ¿Se trata de convencer a
Dios con nuestros ayunos para que nos ayude, o se trata de luchar para que se
cumpla el programa anunciado en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,18-19)? Para Jesús
el ayuno verdadero es la lucha contra toda explotación del hombre por el hombre.
Bastante sudor y lágrimas llevan consigo una vida cristiana tomada en serio.
Refugiarse en unos ayunos y no luchar para transformar el mundo, además de muy
cómodo, es una hipocresía.
En pocas palabras, Jesús nos ha presentado dos realidades inseparables para
un cristiano: la fiesta y la lucha. El camino cristiano es principalmente un camino de
fiesta, porque Dios está con nosotros por Cristo y por su Espíritu (Jn 14,16.23).
Quizá nos cuesta entender la relación con Dios como una amistad con un Padre que
nos ama y se compromete a amarnos siempre, con un Padre que quiere
que vivamos como hermanos, porque todos somos sus hijos. Ninguna lucha puede
ahogar esta suprema realidad del cristianismo: creemos en una alianza nueva y
definitiva entre el Padre y los hombres. Por ello vivimos la fiesta, el banquete de
bodas, en la esperanza. Una fiesta que será plena después de la muerte.
En efecto, el camino cristiano es fundamentalmente un camino de FIESTA ya
que Dios -por Jesucristo y por su Espíritu-, están en nosotros. Por ello la máxima
celebración cristiana es la PASCUA, celebración de aquella realidad de salvación, de
vida, que define y caracteriza nuestra fe. Ningún "ayuno", ninguna lucha, ningún
esfuerzo ascético pueden ahogar esta suprema realidad de fe: creemos en una
Alianza nueva y para siempre entre Dios y el hombre. Y por ello vivimos
festivamente.
Pero nuestro camino es también, aún, de LUCHA. Porque vivir según el
espíritu de Dios, vivir en alianza con el Dios del amor, no es algo que sea para
nosotros espontáneo ni fácil. Hay un peso de mal, unas ataduras de egoísmo, de
orgullo, de dureza, de mentira... que hemos de romper en nosotros y en la
sociedad, para abrirnos a la NOVEDAD que Jesucristo nos aporta -para
embriagarnos de su vino nuevo- es necesario ser exigente y radical en nuestra
lucha. Por ello necesitamos entrar seriamente en la EJERCITACIÓN CUARESMAL.
Las lecturas del próximo domingo, primero de Cuaresma, nos hablarán de un
COMENZAR DE NUEVO CON LA FUERZA DE DIOS. Es decir, de una renovación
verdadera y sincera. Pidámoslo hoy al celebrar la acción de gracias de la Alianza
nueva y eterna.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)