Domingo Décimo tercero del Tiempo Ordinario, CicloB
Sb 1, 13-15.02, 23-25; Sal 29,2 y 4. 5-6. 11 y 12a y 13b;
2 Co 8, 7-9.13-15; Mc 5, 21-43
El mensaje de hoy es, por una parte, la existencia de la enfermedad y la muerte
en nuestra historia, y por otra, más importante, el anuncio del proyecto de Dios,
que es proyecto de vida, y del poder liberador de Jesús que cura a la mujer
enferma y resucita a la niña.
Hace unos domingos aparecía Cristo como "el más fuerte", luchando contra el
mal. El domingo pasado, dominando las fuerzas de la naturaleza y calmando la
tempestad. Hoy, comunicándonos su poder mesiánico sobre la enfermedad y la
muerte, en relación con la fe de los interesados, que él mismo se encarga de hacer
crecer.
Ante la enfermedad y la muerte, que descubrimos en este pasaje del Evangelio,
Dios se nos manifiesta como el Dios de la vida y no de muerte. Él no dijo: “Hágase
la muerte”, “hágase la enfermedad”. El creó la vida. El AT atribuye al demonio -al
pecado, al desorden que entró en el mundo por ir contra el plan de Dios- el que
haya enfermedad y muerte. No se trata de que cada caso sea castigo a un pecado
concreto. Pero ciertamente sí hay conexión radical entre estas realidades y el
pecado. Lo que la primera lectura afirma es que el proyecto de Dios es proyecto de
vida. El salmo le alaba porque nos da vida, o nos hace revivir, y tiene para nosotros
destinos de alegría y gozo.
Sobre todo, el evangelio, nos presenta a Cristo como vencedor de la enfermedad
y la muerte, mostrando su fuerza liberadora. No es que sus seguidores se vayan a
ver libres de todo mal físico. Él mismo se sometió a la muerte, al cansancio, al dolor
y las lágrimas. Se acercó definitivamente al mundo del dolor. La fe no es un
"seguro" contra la enfermedad. Pero sí es una luz especial que ilumina desde Cristo
la enfermedad.
El Cristo que cura a la mujer con sólo su contacto, el Cristo que tiende la mano a
la niña y la devuelve a la vida, es el mismo Cristo que en su Pascua triunfó de la
muerte, atravesándola, experimentándola en su propia carne. Y el mismo que
ahora sigue, desde su existencia gloriosa, estando a nuestro lado para que tanto en
los momentos de debilidad y dolor como en el trance de la muerte sepamos dar a
ambas experiencias un sentido pascual, incorporándonos a El en su dolor y en su
victoria.
Las palabras de la primera lectura son muy claras: “Dios no hizo la muerte, ni se
recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera”. Más
aún, "las creaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte".
Según el lenguaje popular del Antiguo Testamento fue el diablo el que introdujo
este veneno de muerte en la creación. Dios, en cambio, es el autor de la vida y
quiere la vida para todos los hombres y mujeres. Dios no dijo, según la Biblia:
"Hágase la muerte". "Hágase la enfermedad". Según el Antiguo Testamento es el
diablo el causante. Por eso, me parece, debemos estar bien conscientes de que, la
muerte o la enfermedad, no las envía Dios; lo que hace Dios, nuestro Padre, que
ama la vida, es ayudarnos a sobrellevar estos males que El no quiere.
En efecto, en el Evangelio, Jesús no dice a los enfermos que tengan paciencia,
que vean en el sufrimiento una prueba de Dios. Ni dice Jesús que la muerte se deba
aceptar resignadamente. No lo dice. Jesús, ante la enfermedad y ante la muerte, no
habla (no predica); Jesús ante la enfermedad y ante la muerte, actúa. Es decir -él
que podía hacerlo, cura, incluso -en algunos casos- resucita. Pero, claro está,
nosotros podemos preguntarnos qué podemos y debemos hacer ante nuestros
hermanos y hermanas enfermos, o ante quienes sufren la muerte de unos de sus
seres queridos. Porque nosotros, lo que hacía Jesús, no podemos hacerlo, no
tenemos el poder de obrar milagros. ¿Qué hacer entonces? Diría que se trata, en
primer lugar, de no querer hacer discursos ni dar explicaciones, pues, ante el dolor
y la muerte, no se trata tanto de hablar, sino de actuar. Actuar, comunicando vida
a quienes más la necesitan: haciendo compañía, atendiendo con el máximo cariño,
ayudando en todo lo que necesitan aquellos que son los más amados de Dios,
porque sufren lo que El no quisiera que nadie sufriera. Dicho de otro modo: lo que
nosotros podemos hacer es procurar compartir y comulgar con el amor que Dios
tiene para con los que sufren por la enfermedad o cercanía de la muerte. No
tenemos el poder de hacer milagros, pero tenemos el poder de amar. Que es,
probablemente, lo más importante.
Y los médicos, enfermeros y enfermeras, farmacéuticos, y quienes se dedican a
investigar sobre estas cuestiones, o quienes tienen la responsabilidad de organizar
la sanidad de nuestro país, sepan todos ellos que son queridos colaboradores de la
voluntad de Dios, del Dios que quiere la vida, que ama la lucha contra todo mal que
aflija al hombre. Esta es su responsabilidad y este es su mérito.
Recordemos que, según lo que hemos leído en el evangelio de hoy, así como en
los oyentes de su tiempo, Jesús necesita una cosa para poder actuar en nuestra
vida, para poder curarnos de todo lo que nos oprime: necesita que, quienes
pidamos, tengamos fe. Le dice a Jairo: "No temas, basta que tengas fe". Y a aquella
afligida mujer le dice incluso: "tu fe te ha curado". Y el próximo domingo leeremos
que en su pueblo no pudo hacer milagros porque no encontró fe.
Pero, ¿de qué fe se trata? Simplificando podríamos decir que no se trata de
recitar el Credo. No se trata de esta fe. La fe que pedía Jesús para curar era una
gran confianza en la bondad de Dios, en que Dios quería que se curaran, en que
Dios es el Padre de la vida y quiere vida para todos.
La fe es la condición para que Dios obre milagros en nosotros, y, tener fe
significa, en sustancia, confesar nuestra impotencia y proclamar al mismo tiempo
nuestra confianza en el poder de Dios. Tal es el espacio necesario para que Dios
pueda actuar.
II
El mensaje de hoy es, por una parte, la existencia de la enfermedad y la muerte
en nuestra historia, y por otra, más importante, el anuncio del proyecto de Dios,
que es proyecto de vida, y del poder liberador de Jesús que cura a la mujer
enferma y resucita a la niña.
Ante la enfermedad y la muerte, que descubrimos en este pasaje del Evangelio,
Dios se nos manifiesta como el Dios de la vida y no de muerte. El evangelio, nos
presenta a Cristo como vencedor de la enfermedad y la muerte, mostrando su
fuerza liberadora. No es que sus seguidores se vayan a ver libres de todo mal físico.
Él mismo se sometió a la muerte, al cansancio, al dolor y las lágrimas. Se acercó
definitivamente al mundo del dolor. La fe no es un “seguro” contra la enfermedad.
Pero sí es una luz especial que ilumina desde Cristo la enfermedad.
La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más
graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su
impotencia, sus límites y su finitud. Toda enfermedad puede hacernos entrever la
muerte.
La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a
veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a
la persona más dura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para
volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una
búsqueda de Dios, un retorno a Él (CIgC 1501).
El hombre del Antiguo Testamento vive la enfermedad de cara a Dios. Ante Dios,
que es el Señor de la vida y de la muerte, implora la curación (cf. Sal 6, 3; Is 38).
La enfermedad se ha de convertir en camino de conversión (cf. Sal 38, 5; 39. 9.12)
y, así, el perdón de Dios, inaugura la curación (cf. Sal 32, 5; 107,20; Mc 2, 5-12).
La enfermedad se vincula al pecado y al mal; la fidelidad a Dios, según el AT,
devuelve la vida: “Yo, el Seor, soy el que te sana” (Ex 15, 26). El profeta entrevé
que el sufrimiento puede tener también un sentido redentor por los pecados de los
demás (cf. Is 53, 11).
Conmovido por tantos sufrimientos. Cristo no sólo se deja tocar por los
enfermos, sino que hace suyas sus miserias: "Él tomó nuestras flaquezas y cargó
con nuestra enfermedades" (Mt 8, 17; cf Is 53, 4). No curó a todos los enfermos.
Sus curaciones eran signos de la Venida del Reino de Dios. Anunciaban una
curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la
Cruz, Cristo tomó sobre si todo el peso del mal (cf Is 53, 4-6) y quitó el "pecado del
mundo" (cf Jn 1, 29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su
pasión y su muerte en la Cruz. Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde
entonces éste nos configura con Él y nos une a su pasión redentora. (CIgC 1505).
Cristo nos invita a seguirlo tomando a su vez nuestra cruz (cf. Mt 10, 38). En la
medida en que sigamos a Jesús tendremos nueva visión sobre la enfermedad y
sobre los enfermos. Jesús los asocia a su vida pobre y humilde. Les hace participar
de su ministerio de compasin y de curacin: “Y, yéndose de allí, predicaron que se
convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos
enfermos y los curaban” (Mc 6, 12-13) (CIgC 1506).
El Cristo que cura a la mujer con sólo su contacto, el Cristo que tiende la mano a
la niña y la devuelve a la vida, es el mismo Cristo que en su Pascua triunfó de la
muerte, atravesándola, experimentándola en su propia carne. Y el mismo que
ahora sigue, desde su existencia gloriosa, estando a nuestro lado para que tanto en
los momentos de debilidad y dolor como en el trance de la muerte sepamos dar a
ambas experiencias un sentido pascual, incorporándonos a El en su dolor y en su
victoria.
También hemos escuchado que “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la
destruccin de los vivientes; todo lo cre para que subsistiera”. Más aún, “las
creaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte”.
Para curarnos de la enfermedad y del pecado, Jesús necesita que tengamos fe.
Le dice a Jairo: “No temas, basta que tengas fe”. Y a aquella afligida mujer le dice
incluso: “tu fe te ha curado”; o dicho de otro modo: basta que tenga una gran
confianza en la bondad de Dios, en que Dios quiere curarnos, en que Dios es el
Padre de la vida y quiere la vida para todos; confesar nuestra impotencia y
proclamar al mismo tiempo nuestra confianza en el poder de Dios.
Sanando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la
plegaria del que le suplica con fe, si así nos acercamos a Él, sin duda que también
escucharemos, como dijo a la hemorroisa: “¡tu fe te ha salvado!”
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)