Transfiguración del Señor
Dn 7, 9-10. 13-14; Sal 96, 1-2. 5-6. 9;
2 P 1, 16-19; Mc 9, 2-10
Transfiguración del Señor
I
Hoy, en lugar del domingo, celebramos una fiesta antigua, venerable, que todos
los años tiene lugar el 6 de agosto: la fiesta de la Transfiguración, que en algunos
lugares se conoce también como la fiesta del Salvador. Se trata de recordar aquel
momento glorioso en que tres discípulos tuvieron ocasión de ver al Señor
resplandeciente, momento que ellos ya nunca más olvidarían. San Pedro, ya muy
anciano, así lo recuerda en la segunda carta de hoy: “Esta voz traída del cielo la
oímos nosotros estando con él en la montaa sagrada”.
La transfiguración de Jesús se sitúa después de la confesión mesiánica de Pedro
en Cesárea de Filipo. Incomprendido por el pueblo (que lo desea político) y
rechazado por las autoridades (que no lo quieren politizado), Jesús se dedica en la
segunda parte de su vida a revelar su persona al grupo de sus discípulos para
confirmarlos en la fe. En la transfiguración se descubren las dos facetas básicas de
la personalidad de Jesús: una, dolorosa: la marcha hacia Jerusalén en forma de
subida, que para los discípulos es entrega incomprensible a la muerte; la otra,
gloriosa: Jesús muestra en su transfiguración un anticipo de la gloria futura.
En el evangelio de la transfiguración hay una serie de imágenes escatológicas
(choza, acampada, Moisés y Elías), cristológicas (Hijo de Dios, entronización
mesiánica) y epifánicas (montaña, transfiguración, nube, voz) que describen la
personalidad de Jesús como Kyrios, Señor, con un señorío eminentemente pascual.
La «montaña» es lugar de retiro y de oración; la «transfiguración» es una
transformación profunda a partir de la desfiguración; «Moisés y Elías» son las
Escrituras; la «tienda» es signo de la visita de Dios, unas veces oscura, otras,
luminosa, como lo indica la «nube». En definitiva, es relato de una teofanía o de
una experiencia mística. Si nos fijamos en el itinerario del relato, vemos que tiene
cuatro momentos: 1) la subida, que entraña una decisión; 2) la manifestación de
Dios, que simboliza el encuentro personal; 3) la misión confiada, que es la vocación
apostólica; y 4) el retorno a la tierra, que equivale a la misión en la sociedad.
La llamada de Dios a formar parte de una comunidad exige una conversión
respecto del modelo único e irrepetible del creyente por antonomasia, Jesucristo.
Discípulos de Jesús son quienes aceptan la llamada de una voz o la palabra de Dios
decisiva y personal que incide en lo más profundo del ser humano. Escuchar a
Jesús es una característica esencial del discípulo cristiano. Esto entraña
«encarnarse», es decir, aceptar con seriedad la vida misma, con ráfagas de "visión"
y torbellinos de «espanto», con la esperanza de salir victoriosos del combate de la
misma vida, seguros de la fe en el Transfigurado.
Si la escucha de la Palabra de Jesús es sincera y paciente, hay algo que se nos
va imponiendo: un encuentro permanente con Jesús: camino, verdad y vida. En
efecto, Él es el que sabe por qué vivir y por qué morir.
Entonces empieza a iluminarse nuestra vida con una luz nueva. Comenzamos a
descubrir con él y desde él cuál es la manera más humana de enfrentarse a los
problemas de la vida y al misterio de la muerte. Nos damos cuenta dónde están las
grandes equivocaciones y errores de nuestro vivir diario.
Pero ya no estamos solos. Alguien cercano y único nos libera una y otra vez del
desaliento, el desgaste, la desconfianza o la huida. Jesús nos invita a buscar la
felicidad de una manera nueva, confiando ilimitadamente en el Padre, a pesar de
nuestro pecado. ¿Cómo responder hoy a esa invitación dirigida a los discípulos en la
montaa de la transfiguracin? “Este es mi Hijo amado. Escúchenlo”. Quizás
tengamos que empezar por elevar desde el fondo de nuestro corazón esa súplica
que repiten los monjes del monte Athos: “Oh Dios, dame un corazn que sepa
escuchar”.
II
Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, y se
transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol y
sus vestidos blancos como la luz. En esto se le aparecieron Moisés y Elías hablando
con Él (Mt 17, 1-3). Esta visión produjo en los Apóstoles una felicidad incontenible;
Pedro la expresa con estas palabras: Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres
haré aquí tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías (Mt 17, 4).
Estaba tan contento que ni siquiera pensaba en sí mismo, ni en Santiago y Juan
que le acompañaban. San Marcos, que recoge la catequesis del mismo San Pedro,
añade que no sabía lo que decía (Mc 9, 6). Todavía estaba hablando cuando una
nube resplandeciente los cubrió con y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo,
el Amado, en quien tengo mis complacencias: escuchadle (Mt 17, 5).
El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor fue, sin duda, de gran
ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de la vida de los tres discípulos.
San Pedro lo recordará hasta el final de sus días. En una de sus Cartas, dirigida a
los primeros cristianos para confortarlos en un momento de dura persecución,
afirma que ellos, los Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo
fábulas llenas de ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad.
En efecto, Él fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la sublime gloria le
dirigió esta voz: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y
esta voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo (2 Pe
1, 16-18). El Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos
quedaron fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma toda la
vida. “La transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida de
cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza Antigua, y,
sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso prestar fe
absoluta y obediencia total” (Juan Pablo II, Homilía 27-II-1983), al que debemos
buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra.
¿Qué será el Cielo que nos espera, donde contemplaremos, si somos fieles, a Cristo
glorioso, no en un instante, sino en una eternidad sin fin?
Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz
desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias:
escúchenle (Mt 17, 5). ¡Tantas veces le hemos oído en la intimidad de nuestro
corazón!
El misterio que celebramos no sólo fue un signo y anticipo de la glorificación de
Cristo, sino también de la nuestra, pues, como nos enseña San Pablo, el Espíritu da
testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos
también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal que
padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados (Rom 8, 16-17). Y añade el
Apóstol: Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no
son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros (Rom 8,
18). Cualquier pequeño o gran sufrimiento que padezcamos por Cristo nada es si se
mide con lo que nos espera.
Pueden llegar el dolor físico, humillaciones, fracasos, contradicciones familiares...
No es el momento entonces de quedarnos tristes, sino de acudir al Señor y
experimentar su amor paternal y su consuelo. Nunca nos faltará su ayuda para
convertir esos aparentes males en grandes bienes para nuestra alma y para toda la
Iglesia. “No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el
consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso” (J. Ma. Escrivá de
Balaguer, “Amigos de Dios”). Él es, Amigo inseparable, quien lleva lo duro y lo
difícil. Sin Él cualquier peso nos agobia.
Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y la fatiga que
cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos acompaña en
esta vida y que nos espera, glorioso al final del camino. “Y cuando llegue aquella
hora en que se cierren mis ojos humanos, ábreme otros, Señor, otros más grandes
para contemplar tu faz inmensa. ¡Sea la muerte un mayor nacimiento! (J. Margall,
Canto espiritual), el comienzo de una vida sin fin.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)