Domingo Vigésimo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Pro 9,1-6; Sal 33,2-3. 10-11. 12-13. 14-I5;
Ef 5,15-20; Jn 6, 51-59
“Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí
no pasará nunca sed”. Así comienza el discurso del pan de vida. Jesús, ante las
exigencias y los deseos de la gente, se presenta como ese pan esperado, como el
revelador de toda la verdad de Dios. Un pan que debe ser “comido” por la fe y que
lleva a asimilarnos a Jesús si seguimos su camino de vida. Así como el alimento que
comemos se convierte en vida para nosotros, lo mismo sucede si “comemos” a
Jesús: nos transformamos en él. Siempre lo más asimila lo menos. De esa forma
obtenemos la calidad de vida que lleva al hombre a su plenitud. Un pan que es
amor y que comunica la vida de Dios al mundo.
Los judíos discutían entre sí, y se decían: ¿Cómo puede éste darnos a comer su
carne? (Jn 6,53). Litigaban entre sí porque no comprendían el pan de la concordia;
más aún, no querían comerlo, pues quienes comen tal pan no litigan entre sí. En
efecto, siendo un único pan, aunque somos muchos, somos un único cuerpo. Por
medio de este pan, Dios hace habitar en la casa en concordia.
Ellos no obtienen inmediatamente la respuesta a la pregunta objeto de sus
litigios: cómo puede el Señor darnos a comer su carne. Antes bien, aún les dice:
“en verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre y no
beben su sangre, no tendrán vida en ustedes” (Jn 6,54). No saben cómo se come
este pan ni el modo especial de comerlo; sin embargo, si no comen la carne del
Hijo del hombre y si no bebéis su sangre, no tendrán vida en ustedes. Estas cosas
no las decía a gente muerta, sino a seres vivos. Y así, para que no entendieran que
hablaba de esta vida y siguieran discutiendo sobre ello, añadió enseguida: “quien
come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna” (Jn 6,55). Ésta es, pues, la
vida que no tiene quien no come este pan y no bebe esta sangre.
Ciertamente los hombres pueden tener vida temporal sin este pan; mas es
imposible que tengan la vida eterna. Luego, quien no come su carne, ni bebe su
sangre no tiene en sí la vida; sí la tiene, en cambio, quien come su carne y bebe su
sangre. En ambos casos se trata de la vida eterna. No es así el alimento que
tomamos para sustentar esta vida temporal. Es verdad que quien no lo toma no
puede vivir; pero también lo es que no todos los que lo toman vivirán. Sucede, en
efecto, que muchos que lo toman mueren, sea por vejez o por enfermedad o por
cualquier otro accidente. Eso no sucede con este alimento y bebida, es decir, con el
cuerpo y la sangre del Señor, pues quien no lo toma no tiene vida y quien lo toma,
tiene vida, y vida eterna.
La Eucaristía es nuestro pan cotidiano. La virtud propia de este divino alimento
es la fuerza de unión: nos une al Cuerpo del Salvador y hace de nosotros sus
miembros para que vengamos a ser lo que recibimos... Este pan cotidiano se
encuentra, además en las lecturas que oímos cada día en la Iglesia, en los himnos
que se cantan y que ustedes cantan. Todo eso es necesario en nuestra
peregrinación (San Agustín, serm. 57, 7, 7)
La Misa es una comida a la que todos estamos invitados. Pero, la realidad es que
una gran parte de los que habitualmente asisten a ella, rehúsan participar,
contentándose con estar presentes. Esta situación, por normal que parezca, no deja
de ser anormal.
Ciertamente esta comida es singular: tiene un sentido, una significación,
requiere unas actitudes, exige unas disposiciones ineludibles en los comensales que
participan... Pero lo que es anormal, abstenerse de comer, no puede convertirse en
normal. Es decir, no podemos quedarnos tranquilos si no participamos jamás, o
participamos alguna que otra vez en la vida.
El cristiano vive en permanente invitación a la comunión con la sabiduría divina
y con Cristo a través de la Eucaristía. La comunión eucarística transforma al
creyente en himno de alabanza a Dios, en Cuerpo de Cristo, en Palabra viva que
testimonia ante el mundo la salvación. La Eucaristía es sacramento de la fe,
sacrificio pascual, presencia de Cristo, raíz y culmen de la Iglesia, signo de unidad,
vínculo de amor, prenda de esperanza y de gloria futura.
Cristo cumple las expectativas del Antiguo Testamento: es el verdadero Moisés
que nos nutre con el maná de la Eucaristía, es la verdadera Sabiduría que nos
ofrece el pan y el vino de su Palabra y de su Persona presente en el Sacramento.
Esa vida de Cristo nos compromete a ponerla en obra en nuestra vida de cada día,
como nos indicaba Pablo: no estén aturdidos, dense cuenta de lo que el Señor
quiere.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)