Domingo Vigésimo Segundo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Deut 4,1-2.6-8; Sal 14,2-3a. 3cd-4ab. 4c-5;
St 1,17-18.21b-22.27; Mc 7,1-8a. 14-15. 21-23
I
Las lecturas del evangelio y del Deuteronomio coinciden, en términos casi
idénticos, en la advertencia sobre el valor absoluto de los mandatos de Dios, y en la
atención a no poner al mismo nivel las disposiciones humanas.
Moisés en la primera lectura reivindica el seguimiento de los mandamientos de
Dios con un argumento que a primera vista puede parecer sorprendente: no porque
Dios lo haya mandado, sino porque de por sí mismos se ve que son buenos, que
valen la pena. Hasta el punto que, en estos mandamientos, se muestra como Dios
no es un Dios arbitrario que manda cosas porque sí, sino que el mandamiento de
Dios es que el hombre viva de la manera más humanizadora. ¡El Dios de Israel es
el Dios que se manifestó precisamente liberando a su pueblo de la esclavitud! Esta
novedad de Israel llega a plenitud en Jesucristo. El mandamiento de Jesús es éste:
que el hombre sea humano hacia sí mismo y hacia los demás. Y por tanto,
cuestiona toda ley que mande otras cosas, aunque parezca que venga de Dios.
El Evangelio será, en definitiva, esto: la revelación de que el Reino de Dios es
todo aquello que haga a los hombres más humanos; la revelación de que el camino
de Dios es combatir todo lo que hace daño al hombre (la lista de cosas que según
Jesús "contaminan" al hombre) y dedicarse a todo lo que le hace bien: el amor. El
Evangelio será revelar que Dios no manda cosas arbitrarias e injustificables, sino
tan sólo lo que humaniza y realiza al hombre. Eso es, al fin y al cabo, lo que Jesús
vivió.
En efecto, la vida del creyente está bajo la Palabra de Dios. El salmo
responsorial expresa esta situación de una manera magnífica, incluso con un cierto
dramatismo cuando se canta, por parte de la asamblea, el versículo responsorial.
En efecto: la asamblea pregunta repetidamente "Señor, ¿quién puede hospedarse
en tu tienda?", mientras el oráculo le va respondiendo cada vez, con la descripción
de lo que Dios quiere de los creyentes.
Son los santos los que de verdad han interpretado el Evangelio. Aparte de ellos,
siempre hay el problema denunciado por Jesús y alertado por el Deuteronomio: la
sobre-posición de las “tradiciones de los hombres”, el conflicto de
las interpretaciones, los convencionalismos interesados, etc. A través de todo esto,
el hombre se sobrepone, más o menos sutilmente, a la Palabra de Dios.
La valoración de los mandatos de Dios, en cambio, es una fuente de gloria para
aquellos que la hacen sinceramente (1. lectura).
Comprender esta dimensión pide un acto de fe de base, un acto de "sinceridad y
verdad" (1 Cor 5, 8) correspondiente a una situación pascual, en la que la levadura
vieja no desarrolla su fuerza.
Estos textos se hacen actuales siguiendo la exhortación de Santiago: ¡”Lleven la
Palabra a la práctica”!. La Palabra es un don perfecto que “viene de arriba, del
Padre de los Astros”; es, en definitiva, el mismo Jesucristo.
Una actualización más válida es destacar, en el contexto cultural y religioso de
nuestra sociedad, el valor absoluto del mandamiento de Dios por encima de
cualquier documento legal de la sociedad, incluso los de más alto nivel. Por mucha
mayoría que haya obtenido una ley, no por eso se convierte en mandamiento de
Dios. La explicación que se debe hacer es la necesidad, para el creyente, de
entender el carácter personal y relacional de la vida moral, más allá de un
planteamiento ético limitado sólo a algunos valores. Sin duda que estos valores
podrán coincidir con valores evangélicos, y participar, por eso, del valor de los
mandatos de Dios. Pero el cristiano debe tener presente que el mandamiento
de Dios es siempre prioritario frente a las tradiciones y leyes de los hombres. Esto
pide, ¡está claro! conocer bien el mandamiento de Dios...
Sobre todo la actualización debería ayudar a percibir el gozo y la libertad que
vienen, para nosotros, de tener “plantada” la Palabra, que “es capaz de salvarnos”.
Es así: la siembra se hace cada domingo en el corazón del hombre, que es donde
necesita arraigar la Palabra y dar fruto, que permanezca para siempre.
II
Hoy en el evangelio aparece el tema de los fariseos, buenas personas,
cumplidores de la ley de Dios, pero con unos defectos muy notorios que
Cristo denunció con insistencia.
Dios entregó a Moisés su Ley para el cumplimiento estricto de todos: del viejo
pueblo de Israel y del nuevo pueblo de Israel, que es hoy la Iglesia de Cristo. Más
aún, es una Ley tan sabia, tan prudente y tan necesaria que es indispensable
seguirla, tanto para el bien personal, como para el bien de los grupos, pequeños o
grandes, y hasta para el bien mundial.
Por eso, aparte de estar esa Ley escrita en las piedras que Dios entregó a
Moisés en el Monte Sinaí, está también inscrita en el corazón de los seres humanos.
Y cuando nos apartamos de esa Ley, porque creemos encontrar la felicidad fuera de
ella, nos hacemos daño a nosotros mismos y hacemos daño a los demás.
Y la Palabra de Dios, en la cual está contenida esa Ley, ha sido sembrada en
nosotros para nuestra salvación, como nos lo recuerda el Apóstol Santiago (St. 1,
17-18.21-22.27): “ha sido sembrada en ustedes y es capaz de salvarlos”. Es por
ello que nos recomienda ponerla en práctica y no simplemente escucharla y hablar
de ella.
Sucedió que, a lo largo del tiempo, se fueron anexando a la Ley una serie de
detalles minuciosos prácticamente imposibles de cumplir, además de
interpretaciones legalistas y absurdas que hacían perder de vista el verdadero
espíritu de la Ley.
Tal es el caso que nos narra San Marcos en el Evangelio que acabamos de
escuchar (Mc. 7, 1-8.14-15.21-23): en una ocasión los discípulos no cumplieron las
normas de purificación de manos y recipientes, según se exigía de acuerdo a estos
anexos y legalismos. Y, ante el reclamo de unos escribas y fariseos, el Señor les
responde: “¡Qué bien profetizó de ustedes Isaías!, ¡hipócritas! cuando escribió: Este
pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí... Ustedes dejan
de un lado el mandamiento de Dios para aferrarse a las tradiciones de los
hombres”.
Por eso Jesús les insiste en este Evangelio que lo importante no es lo exterior
sino lo interior. Lo importante no son los detalles que se habían inventado, sino el
corazón del hombre. Es hipocresía lavarse muy bien las manos y tener el corazón
lleno de vicios y malos deseos. Es hipocresía aparentar por fuera y estar podrido
por dentro. Lo que hay que purificar es el interior, lo que el ser humano lleva por
dentro: en su pensamiento, en sus deseos. Los pecados brotan del interior, no del
exterior.
Por eso, para corregir el legalismo absurdo, dice Jesús: “Escúchenme todos y
entiéndanme. Nada que entre de fuera puede manchar al hombre; lo que sí lo
mancha es lo que sale de dentro, porque del corazón del hombre salen las
intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las
codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el
orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al
hombre”.
En el cumplimiento de los mandamientos de Dios está la clave del éxito en
nuestra vida, y el camino de la felicidad, y la fuente de la verdadera sabiduría. La
verdadera sabiduría no está en nuestros instintos o en las modas o estadísticas
de este mundo, sino en conocer y seguir la voluntad de Dios, que nos comunica en
su Palabra revelada.
Por tanto, aceptemos “dócilmente la palabra que ha sido sembrada” en
nosotros, sigamos poniendo nuestro mejor empeño en ponerla en práctica, sobre
todo en obras de justicia, caridad y santidad: “visitar a huérfanos y viudas en sus
tribulaciones, y guardarse de este mundo corrompido”.
Que el pan y el vino de la palabra de Dios y el pan y el vino de la Eucaristía
nos recuerden siempre que lo que vale la pena es el estilo de hombre que Jesús
vivió fielmente hasta la muerte: un corazón limpio, un gran amor, que ha de
manifestarse en una acogida sincera dentro de nuestras posibilidades limitadas. ¡El
Señor nos acompaña! Que esta Eucaristía, misterio de su amor, nos ayude a
progresar en este camino.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)