Domingo Vigésimo Sexto del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Nm 11, 25-29; Sal 18,8. 10. 12-13. 14;
St 5, 1-6; Mc 9, 38-43.45.47-48
En las lecturas de hoy podemos fijarnos en diversos consejos que afectan a
nuestra vida cristiana. Son consignas que contribuyen a que vayamos amoldando
nuestros criterios de actuación a la mentalidad de Jesús:
- Santiago, con su característica viveza, denuncia a los ricos que se han
aprovechado injustamente de los demás para prosperar ellos, y les avisa que todo
lo que han amasado de fortuna no les va a servir de nada a la hora de la verdad;
- Jesús, en el evangelio, nos asegura que no quedará sin recompensa nada de lo
que hagamos en bien de los demás, ni siquiera el darles un vaso de agua; resuena
ya lo que dirá al final: “me dieron de beber”;
- más duras son sus palabras en contra del que escandaliza a los niños, o sea, a
los débiles; ¡cuántos modos hay de escandalizar hoy a las nuevas generaciones,
con nuestro mal ejemplo en la vida familiar o social, o por los medios de
comunicación (ahora por Internet)!; es de las veces que Jesús se pone más serio:
“más le valdría que le encajasen una rueda de molino en el cuello y le echasen al
mar”;
- también es sorprendente la radicalidad que pide en su seguimiento: “cortarnos
la mano, o el pie, o el ojo” si nos estorban en nuestro camino al Reino: Un cristiano
tiene que renunciar a algo para conseguir lo principal...
La Palabra de Dios que escuchamos en cada Eucaristía nos va educando, nos
ayuda a confrontar nuestra escala de valores con la mentalidad de Cristo. Es
incómodo, pero es necesario, para que no conformemos nuestra vida según este
mundo, sino según la voluntad de Dios que nos enseña Jesús.
Pero tal vez la lección principal que se deriva de las lecturas de hoy es la
denuncia, del que puede ser uno de los pecados más propios, de los que nos
creemos “los buenos”, “los practicantes”: pensar que tenemos el monopolio del
bien o de la verdad. Ya aparece esta actitud en la primera lectura, cuando Dios
sorprende a Moisés comunicando su Espíritu también a los dos que no acudieron a
la reunión oficial de los setenta consejeros o colaboradores que habían sido
nombrados para el gobierno del pueblo. Estos dos, ausentes en el acto
constituyente, “se pusieron a profetizar”, o sea, actuaron con la autoridad de los
demás como asesores y profetas. El joven Josué, el ayudante de Moisés, que luego
sería su sucesor, se siente celoso: “Moisés, señor mío, prohíbeselo”. Pero Moisés
muestra su corazón comprensivo y tolerante: para él sería el ideal que todos
recibieran el espíritu del Señor.
Se ve claramente el paralelo entre esta escena y la que narra el evangelio. Aquí
es Juan, el discípulo predilecto de Jesús, el que siente celos: “Maestro, uno echaba
demonios en tu nombre y se lo hemos querido impedir, porque no es de los
nuestros”. Pero Jesús muestra un corazón mucho más abierto y una visión más
universal: “no se lo impidan: el que no está contra nosotros está a favor nuestro”.
También a nosotros nos puede pasar lo mismo. Podemos sentir celos de que
otros “que no sean de los nuestros” hagan el bien y tengan éxito, y no logremos
controlar todo lo que surge en torno nuestro. Josué y Juan eran buenas personas,
eran fieles a Moisés y a Jesús, y precisamente por eso se creían de alguna manera
poseedores en exclusiva de su favor. Y recibieron la lección.
De cuando en cuando vamos al médico a hacernos un chequeo del corazón. Hoy
podemos examinar el nuestro y ponerlo en sintonía con el de Jesús. La comparación
con la actitud de Cristo nos puede decir si tenemos un corazón mezquino o abierto.
Si tendemos a acaparar el bien o la verdad o controlar los carismas del Espíritu.
Esto nos puede pasar a los sacerdotes y religiosos con relación a los laicos, o a los
hombres con las mujeres, o a los mayores con los jóvenes, o a los católicos con los
otros cristianos, o a los de una lengua o nación con los forasteros...
Deberíamos ser más tolerantes, más abiertos, y alegrarnos de que se haga el
bien y de que prosperen las iniciativas buenas, aunque no se nos hayan ocurrido a
nosotros, aplaudir los éxitos de los demás, y reconocer que no siempre tenemos
nosotros toda la razón. Siguiendo el ejemplo de aquel Juan el Bautista, el
Precursor, que tuvo como lema: “Que él crezca y yo disminuya”.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)