Domingo Vigésimo Séptimo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Gn 2, 18-24; Sal 127,1-3. 3. 4-5. 6; Hb 2, 9-11; Mc 10, 2-16
Damos comienzo hoy a la lectura de la carta a los Hebreos, que durará siete
semanas. Es una carta centrada en la figura de Cristo Jesús, nuestro verdadero
Sacerdote y Mediador, que ha querido pertenecer a nuestra familia humana, pero
que en su Pascua ha sido glorificado por Dios por encima de todos y de todo.
La Palabra de Dios ilumina todos los aspectos de nuestra existencia. No sólo lo
referente a la oración o a las virtudes personales, sino también las dimensiones
sociales, profesionales, familiares. Lo que se nos propone hoy es el tema siempre
actual del amor y de la fidelidad matrimonial.
Un tema que puede resultar difícil de tratar, dada la situación de deterioro e
inestabilidad cada vez mayor en la vida matrimonial.
En la primera lectura hemos escuchado cómo creó Dios a la mujer. El relato
tiene un lenguaje poético, popular, entrañable, pero que expresa convicciones
profundas que siguen en pie:
- que Dios es quien ha ideado la atracción de los sexos; que el amor es cosa de
Dios: “no está bien que el hombre esté solo...”;
- que Adán no quedó satisfecho con ser el señor de los animales: “no
encontraba ninguno como él que le ayudase”;
- y sí quedó entusiasmado con la mujer, de la misma naturaleza que él, con el
mismo origen divino, “hueso de mis huesos y carne de mi carne”;
-que los dos están destinados en el plan de Dios a unirse y ser “una sola carne”,
en plan de igualdad, complementarios el uno de la otra, llamados a engendrar
nueva vida, el mayor milagro que puede pasar en la creación y la mejor manera de
colaborar con el Dios de la vida y del amor. Jesús, en el evangelio, aparece
bendiciendo y abrazando a los niños: “dejad que los niños se acerquen a mí”.
Ante la pregunta sobre el divorcio, Jesús apela a la voluntad original de Dios
respecto al matrimonio: lo que Dios ha unido, lo que desde el principio ha sido el
plan de Dios, no puede depender de las evoluciones sociales o de los intereses o de
la veleidad de unas personas. Según el Deuteronomio, el marido, en determinadas
circunstancias, podía repudiar a su mujer. La mujer no parece tener ese “privilegio”
(mientras que Jesús sí contempla, aunque para condenarla igualmente, la misma
posibilidad por parte de ella). La voluntad de Dios había sido la igualdad y dignidad
de la mujer y la estabilidad de la familia.
Nuestra opinión y nuestra práctica respecto a la fidelidad matrimonial y al
divorcio, no depende de unas estadísticas, o de unas costumbres más o menos
aplaudidas por los medios de comunicación, ni de unas leyes civiles que pueden
despenalizar o facilitar situaciones que la ley de Dios no aprueba (divorcio, aborto).
La indisolubilidad matrimonial no la ha decidido la Iglesia (como, por ejemplo, el
celibato de los sacerdotes en la Iglesia latina), sino Dios.
Eso sí, con todo el respeto a la conciencia y a las circunstancias de cada pareja,
que pueden ser en verdad difíciles. Muchos matrimonios andan a la deriva o se han
roto, en parte debido a la poca madurez y preparación que algunas parejas llevan
al matrimonio, y que provoca que la Iglesia, en ocasiones, declare la “nulidad de
ese matrimonio” por sus defectos de raíz (que no es lo mismo que conceder el
divorcio). La dificultad en aceptar esta doctrina puede deberse también a la
sensibilidad que nos transmite nuestra sociedad de consumo: “usar y tirar”, cambio
de sensaciones, búsqueda de nuevas satisfacciones. Esto hace que se deteriore
notablemente la capacidad del amor total, de la entrega gratuita y estable, del
compromiso de por vida, y esto tanto en la vida matrimonial como en la de los
religiosos y sacerdotes.
Nuestra postura ante este tema debe ser la de Cristo. Esta es una de las
ocasiones en que notamos que ser cristiano es exigente y que nos pide renuncias,
porque nos propone valores superiores al mero hecho de satisfacer nuestros
gustos. El amor matrimonial es presentado en la Biblia como un signo sacramental
muy expresivo del amor de Dios a la humanidad y de Cristo a su Iglesia.
La doctrina de Marcos es, pues, muy clara: el matrimonio no es solamente un
contrato facultativo entre dos personas, sino que está implícito en él la voluntad de
Dios, inscrita en la complementariedad de los sexos. No basta la sola voluntad de
los esposos para explicar el matrimonio y su unidad: la propia voluntad de Dios y
su unidad son parte interesada en el matrimonio. Esta es la razón por la que el
divorcio no es solamente una injusticia contra el consorte perjudicado; es también
una injusticia contra el mismo Dios. Aún se puede preguntar si la armonía de las
voluntades es hasta tal punto clara que lleva consigo realmente -con todas las
posibles limitaciones de los compromisos humanos- una unión natural aceptable y,
como consecuencia, la expresión de la voluntad divina.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)