Domingo Tercero de Cuaresma, Ciclo C
Ex 3,1-8a. 13-15; Sal 102,1-2. 3-4. 6-7. 8 y 11; 1 Cor 10, 1-6. 10-12; Lc 13,1-9
Nuestro éxodo pascual
Asistimos aquí al nacimiento de la Pascua. La Pascua no tiene origen en la
tierra sino en el cielo. Nace de la compasión de un Dios, que oye el grito de los
oprimidos, ve los sufrimientos y decide intervenir. Pascua es una palabra que
escuchamos repetir continuamente durante este tiempo del año y que ocupa un
puesto central en el lenguaje religioso de los cristianos.
El motivo de haber sido escogido el texto evangélico de la Higuera estéril es
porque se completa con la enseñanza sobre el éxodo. Nos dice cuál es el nombre
nuevo del éxodo: conversión, producir los frutos que Dios quiere de cada uno.
Conversión, en el lenguaje bíblico, no indica el paso de un lugar a otro, sino
precisamente de un modo de vivir a otro.
La palabra conversión, oída en el contexto de la Cuaresma, nos recuerda una
cosa fundamental. Dios hace el noventa y nueve coma nueve por cien de nuestra
salvación. Pero, hay algo que también debemos hacer nosotros. La Pascua significa
Dios que pasa; pero, también, que el hombre pasa, esto es, gracia y libertad;
acción de Dios y respuesta del hombre. Una no es suficiente sin la otra.
La conversión del corazón es, por decirlo así, obra de arte común del Espíritu
Santo y de nuestra libertad . Una historia dice que un hombre está a punto de ser
ahorcado en la plaza de la ciudad, porque no ha podido pagar su deuda. Pasa por
allí el cortejo del rey. Sabida la cosa, el rey mismo paga la mayor parte del rescate.
Sin embargo, falta algo y el verdugo hace como que va a ejecutar la condena. La
reina añade su limosna y así hacen algunos más del séquito. Al final, falta una sola
pequeña moneda. El verdugo es inflexible: se debe proceder. El condenado,
entonces, se hurga desesperadamente los bolsillos y encuentra que también él
tiene una pequeña moneda. ¡Está salvado! El rey, en esa historia, representa a
Cristo, la reina a la Virgen y los caballeros a los santos.
La conversión no es sólo un deber, es también una posibilidad. Yo diría que
es casi un derecho. Nadie está excluido de la posibilidad de cambiar. Porque el
itinerario de la conversión lleva a la reconciliación con Dios y a vivir en plenitud la
vida nueva en Cristo: vida de fe, de esperanza y de caridad.
Nadie tiene el derecho de darse por irrecuperable. A veces, hay en la vida
situaciones morales que parece que no tienen camino de salida… Pero para todos
existe la posibilidad de cambio. Es «imposible para los hombres, no para Dios» (cfr.
Lucas 18,25-27).
Antes de concluir, recordemos las palabras de Dios a Moisés: «He visto la
opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he
fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos». ¡Qué sabor nuevo tienen estas
palabras leídas hoy con ojos de cristianos! En Cristo, en verdad, Dios ha descendido
para liberar a su pueblo. No ha descendido para liberar a un pueblo de otro sino
para liberar a todos los pueblos del enemigo común, que es el pecado y la muerte.
Cristo, en verdad, como lo llama el Apóstol, es «nuestra Pascua» (1 Corintios 5, 7).
El hombre, todo hombre, es invitado a la conversión y a la penitencia; es
impulsado a la amistad con Dios, para que reciba como don la vida sobrenatural,
que colma las más profundas aspiraciones de su corazón.
Dejémonos transformar por la gracia de la conversión y de la penitencia para
llegar a las cumbres altas y pacificadoras de la vida sobrenatural. Sólo en Dios el
hombre se encuentra plenamente a sí mismo y descubre el significado último de su
existencia.
¡No se desanimen! Abandónense en los brazos de Cristo: él los aliviará.
¡Jesús, María y José están con ustedes!
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)