Domingo quinto de Cuaresma, Ciclo C
Is 43,16-21; Sal 125,1-2ab. 2cd-3. 4-5. 6;
Fil 3,8-14; Jn 8,1-11
Jesús no condena, salva y libera
Jesús está enseñando. De improviso, el círculo de los oyentes se abre para
hacer pasar a una mujer empujada por una banda de fariseos vociferantes. “¿Tú,
qué dices?” No habían venido para pedir un parecer sino para tenderle una trampa,
como cuando le preguntaron si es lícito o no pagar el tributo al César. La trampa
consiste en esto: si dice que no hay que apedrearla, se pone contra la ley de Moisés
y podrá ser acusado como trasgresor de ella; mas, si dice que hay que apedrearla,
perderá finalmente la aureola de maestro bueno, piadoso con los pecadores, que le
atrae el favor del pueblo. Jesús no pronuncia palabra. Se inclina al suelo para trazar
unos signos. Quizás tiene él mismo necesidad de reflexionar o quiere enfocar las
intenciones de los interlocutores. Al final, levanta la mirada y dice: “El que esté sin
pecado, que le tire la primera piedra”. Una frase que lleva la marca inconfundible
del lenguaje lapidario de Jesús. Se asemeja a la frase con que desbarató la trampa
del tributo al César: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”
(Mateo 22,21).
Fue como si, con aquella frase, les hubiese quitado de golpe el disfraz de la
conciencia de cada uno. Jesús poseía en grado sumo el don de «escrutar los
corazones». Conocía lo que había en el corazón de las personas, que tenía delante,
y éstas, a veces, se daban cuenta. El silencio se hizo pesado e insoportable; los
más ancianos comenzaron a diluirse, quizás asustados por la idea de que Jesús
pretendiese «ayudarles» a profundizar en su vida pasada, para ver si en verdad
estaban sin pecado, comprendido precisamente hasta aquel mismo pecado que le
echaban en cara a la mujer. Ellos sabían bien que el decálogo no prohibía sólo el
adulterio sino también «¡ desear a la mujer de los demás!» (cfr. Éxodo 20,17;
Deuteronomio 5, 21)
Cristo se pone de parte de la mujer sorprendida en adulterio y la defiende de
la lapidación. El dice a los acusadores: «Quien de vosotros esté sin pecado tire la
primera piedra contra ella» ( Jn. 8, 7). Cuando ellos dejan las piedras y se alejan,
dice a la mujer: «Ve, y de ahora en adelante no peques más» ( Jn. 8, 11). Cristo
identifica, pues, claramente el adulterio con el pecado. En cambio, cuando se dirige
a los que querían lapidar a la mujer adúltera, no apela a las prescripciones de la ley
israelita, sino exclusivamente a la conciencia.
El perdón de los pecados está en el corazón mismo del anuncio evangélico
desde su mismo comienzo. Jesús declara repetidamente que ha venido para buscar
y salvar lo que estaba perdido ( Lc 19 , 8). Pero es evidente que Jesús rechaza el
mal, el pecado, no importa quién lo cometa; pero ¡cuánta comprensión muestra
hacia la fragilidad humana y cuánta bondad hacia el que ya sufre a causa de su
miseria espiritual…
Ser comprensivos con respecto a quien peca, no equivale a disminuir las
exigencias de la norma moral (cf. Veritatis splendor 95). Cristo, perdonó a la mujer
adúltera, salvándola de la lapidación (cf. Jn 8, 1-11).
Cada uno de nosotros podemos tomas nuestro lugar: Están los fariseos, que
no se arrepienten, ni perdonan, peri condenan y matan; la mujer adultera,
arrepentida, amada y perdonada por Jesús; Está la actitud de Jesús ante el
pecador, que salva, libera y ama… Pero cualquiera que se a nuestro lugar
quedémonos como dichas a cada uno, personalmente con las palabras de Jesús,
que encuentran liberación, misericordia, perdón y salvación “Ve y de ahora en
adelante ya no peques más” (Jn 8, 1 l).
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)