Domingo XXVI Ordinario del ciclo A.
¿Quiénes son los verdaderos hijos de Dios?
Estimados hermanos y amigos:
Lentamente nos estamos acercando al fin del ciclo litúrgico -o año eclesiástico-
que estamos conmemorando, el cual finalizará dentro de dos meses, cuando
empecemos a conmemorar el tiempo de Adviento. San Mateo, en los capítulos de
su Evangelio previos a la narración de la Pasión, muerte y Resurrección de nuestro
Salvador, se esforzó en hacer lo posible para que sus lectores se prepararan a vivir
en la presencia de nuestro Padre común cuando concluya la instauración de su
Reino definitivamente entre nosotros, completamente purificados. Esta es una de
las enseñanzas que la Iglesia intentará impartirnos, tanto durante el tiempo que
resta para finalizar el presente ciclo litúrgico, como durante parte de las semanas
que anteceden al Nacimiento de Jesús.
Son varias las enseñanzas que se desprenden de la parábola evangélica que la
Iglesia nos invita a meditar este Domingo (MT. 21, 28-32). Podríamos meditar
sobre la importancia que tiene el trabajo bien hecho, puesto que el primer hijo del
acendado de la parábola, simbolizado por la gente considerada de mala reputación
por los saduceos, fue el que cumplió puntualmente la voluntad de su padre,
aunque, inicialmente, se negó a hacerlo.
Si recordamos la parábola que meditamos el Domingo XXV Ordinario (MT. 20, 1-
16), vemos que, en el citado texto, los primeros que fueron llamados a trabajar,
simbolizaban a los judíos, los cuales fueron los primeros que tuvieron la dicha de
conocer a nuestro Padre común, y, los que fueron a trabajar a la viña a diferentes
horas del día, simbolizaban tanto a los que los fariseos y saduceos consideraban
gente de ínfima reputación, como a los extranjeros. En el texto mateano que
meditamos en esta ocasión, el primer hijo simboliza a los pecadores, y los
miembros de la clase directora del antiguo pueblo de Dios quedan relegados a un
segundo plano, porque, aunque deberían haber sido un ejemplo de fe tanto para
sus hermanos de raza como para los extranjeros que se cristianizaron, se negaron
a reconocer a Jesús como Mesías -o Ungido- por Dios, para conducirnos a su
presencia.
A la hora de interpretar la Biblia, cometemos un grave error, si no llevamos a cabo
nuestro cometido, comprendiendo, tanto las circunstancias históricas, como las
formas de expresarse, que los Hagiógrafos -o Autores- Sagrados utilizaron para
escribir el mensaje que el Espíritu Santo les inspiró. Si interpretamos la Palabra de
Dios ateniéndonos a nuestra mentalidad actual, lo único que lograremos, es
encontrarnos con un Dios despreciable, y con los sobrevivientes de una cultura que
deja mucho que desear, si damos por supuesto que la Biblia es el libro del amor, en
que debemos inspirar nuestro comportamiento.
A pesar de lo expuesto en el párrafo anterior, si los textos bíblicos no tienen una
aplicación para los cristianos del siglo XXI, perderán su utilidad para nosotros.
Si examinamos nuestro comportamiento, puede sucedernos que nos sintamos
identificados con la gente de mala reputación que, aunque inicialmente se negó a
aceptar a Jesús con tal de vivir inmersa en la recolección del fruto de sus pecados,
no tardó mucho tiempo en abrazar el Evangelio. Los saduceos, -los miembros de la
clase sacerdotal, los creyentes de hélite-, debieron sentir que la ira los empujaba a
matar a Jesús, cuando nuestro Señor les dijo que ni nada más ni nada menos que
las prostitutas y los publicanos, -los recaaudadores de impuestos considerados
traidores a su raza por trabajar para los colonizadores romanos-, eran mejores
hijos de Dios que ellos.
Quizá nosotros hemos tenido que renunciar a algún hábito o hacer algún cambio
en nuestra vida para poder abrazar la fe que profesamos. Si nuestra fe no se
reduce a acordarnos de Dios cuando necesitamos sus favores únicamente, y nos
dedicamos a difundir la Palabra de Dios, seguro que hemos tenido problemas, ora
con quienes no han comprendido nuestro mensaje, ora con los fanáticos que
intentan obligarnos a que vivamos nuestra religiosidad únicamente a nivel interior,
sin manifestarla por medio de las obras que llevamos a cabo.
En otro caso, puede sucedernos que seamos como el segundo hijo del propietario
de la parábola de Jesús. Quizá nos pasamos la vida entre celebraciones
eucarísticas, y horas de oración y de lectura de la Biblia, pero no cumplimos la
voluntad de Dios, nos negamos totalmente a hacer el bien, y, cuando alguien habla
mal tanto de Dios como de la Iglesia en nuestra presencia, le damos la razón,
intentando que no se nos tache de fanáticos, en ningún concepto.
¿Qué clase de cristianos somos?
¿Vivimos orando y leyendo la Biblia, y no pensamos en hacer el bien, para poner
en práctica lo aprendido en nuestras horas de estudio?
¿Vivimos consagrados a la realización de obras benéficas, y no nos dedicamos a
orar, porque no tenemos tiempo para ello?
¿Nos avergüenza mostrarnos ante el mundo como cristianos, porque nos falta el
ejemplo de fe de gente como nosotros que nos motive?
Como católico que soy, creo el mensaje que predica la Iglesia Católica, pero he
visto algo en muchas religiones que nos falta a nosotros. Hay muchas religiones
cuyos seguidores acuden a sus iglesias o salones con sus versiones de la Biblia, y
leen la Palabra de Dios, tanto individual, como colectivamente. Esto no sucede
entre los católicos, pues, si muchos de nuestros hermanos tienen una versión de la
Biblia, pocos son los que la leen. Esto sucede porque la instrucción de los católicos
durante muchos siglos se ha hecho de tal manera que los tales han aceptado la
predicación de los sacerdotes sin plantearles dudas, y porque muchos conciben
nuestra fe como el hecho de estar encerrados en una burbuja que les aísla del
mundo en que vivimos. Muchos católicos no leen la Biblia porque no ven en ella un
mensaje creíble, interesante ni útil.
Aunque no vivimos en los tiempos más gloriosos del Catolicismo, no debemos
olvidar que, a partir de la realidad que vivimos, tanto a nivel personal, social como
de miembros de la Iglesia, tenemos un vasto campo para ejercitar los dones y
virtudes que el Espíritu Santo nos ha concedido, por medio de la vivencia de la fe
que profesamos.
¿Cuál es el ejemplo que debemos imitar para vivir como Dios quiere? Tenemos
muchos ejemplos de fe que imitar, porque en el mundo hay cristianos que, aunque
no presumen del bien que hacen, tratan de amoldarse al cumplimiento de la
voluntad de Dios. También tenemos el ejemplo de fe de los Santos, quienes nos
demuestran que, efectivamente, es posible para quien lo desee, cumplir la voluntad
de nuestro Padre común.
Los buenos cristianos tratan de seguir el ejemplo que nos da Jesús en los
Evangelios. ¿Por qué se nos insiste tanto en la Biblia como por medio de la
predicación de la Iglesia en que sigamos el ejemplo de nuestro Señor, si su
conducta nos parece tan elevada que no la imitamos porque somos muy inferiores
a nuestro Salvador, y vivimos en un mundo en que cada día somos más perezosos
y temerosos a la hora de realizar esfuerzos cuyo resultado se materializa a largo
plazo? ¿No tendríamos los católicos más éxito si predicáramos una religión facilona
y cómoda como la que anuncian quienes pretenden hacernos creer que la fe sin
obras nos puede salvar?
¿Os es fácil a los padres criar y educar a vuestros hijos?
¿Os es fácil a los trabajadores afrontar vuestros problemas laborales, en el caso
de que los tengáis?
¿Podéis los estudiantes superar vuestros exámenes con calificaciones altas sin
estudiar?
De la misma forma que debemos esforzarnos por superarnos en todos los campos
en que nos desarrollamos a nivel personal, si queremos ser buenos cristianos, lo
mejor que podemos hacer, es amoldarnos al cumplimiento de la voluntad de Dios,
siguiendo el ejemplo de Jesús, de quien San Pablo nos dice en la segunda lectura
correspondiente a esta celebración eucarística:
"Llenadme de alegría teniendo el mismo pensar, alimentando el mismo amor,
compartiendo los mismos sentimientos, buscando la común armonía... Portaos, en
fin, como lo hizo Jesucristo" (FLP. 2, 2. 5).
San Pablo nos explica cómo renunció a todo lo que era un estorbo para su
crecimiento espiritual, para poder amoldarse al cumplimiento de la voluntad de
Dios.
"Pero lo que constituía para mí un timbre de gloria, lo juzgué deleznable por amor
a Cristo. Más aún, sigo pensando que nada vale la pena en comparación con ese
bien supremo que consiste en conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él renuncié a
todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo" (FLP. 3, 7-8).
¿Hasta qué punto se amoldó San Pablo al cumplimiento de la voluntad de Cristo?
¿Quiso ser San Pablo un pobre cristiano, con una fe débil, de los que sólo se
acuerdan de Dios, cuando necesitan ser favorecidos?
El Santo Apóstol, responde la pregunta que nos hemos planteado, en los
siguientes términos:
"Quiero conocer a Cristo, experimentar el poder de su resurrección, compartir sus
padecimientos y morir su misma muerte. Espero así alcanzar en la resurrección el
triunfo sobre la muerte" (FLP. 3, 10-11).
San Pablo quería conocer a Cristo. ¿No conocía San Pablo a nuestro Salvador
cuando le consagró su vida? ¿Cómo debemos interpretar las palabras del citado
predicador: "Quiero conocer a Cristo?". San Pablo no quería tener un conocimiento
superficial de Cristo, pues quería conocer a nuestro Redentor profundamente.
San Pablo no quería conocer a Cristo exclusivamente por medio de un minucioso
proceso de formación espiritual, sino que quería experimentar personalmente la
Resurrección de nuestro Salvador, aunque ello significara que tenía que soportar
todos los desprecios y maltratos que le infligieron, tal como se nos demuestra,
tanto en los Hechos de los Apóstoles, como en la segunda Carta de nuestro Apóstol
a los cristianos de Corinto.
¿No es preferible para nosotros entregarnos a los placeres tan irresistibles que
podemos gozar en este mundo, en vez de querer compartir tanto los padecimientos
como la muerte de Jesús? Obviamente, ni San Pablo quería morir por morir, ni
nosotros hemos llegado a la conclusión de que queremos renunciar a la vida que
Dios nos ha dado, así pues, vista de un modo positivo la expresión paulina de
anhelar compartir los padecimientos y la muerte de Cristo, la misma significa que
queremos que se cumplan en nosotros las siguientes palabras del Mesías:
"Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (MT. 5,
48).
¿No es demasiado exigente el hecho de obligarnos a ser tan perfectos como Dios?
No debemos cometer el error de obligarnos a ser perfectos como Dios, porque ello
no podemos obtenerlo con nuestros humanos medios, pero sí debemos esperar que
Dios concluya nuestro proceso de santificación.
Muchos de nuestros hermanos de fe tienen pereza a la hora de perfeccionar su
espiritualidad. Ello sucede, ora porque se creen demasiado inferiores a Jesús como
para realizar dicho intento, ora porque piensan que, tal esfuerzo, no les merecerá la
pena, porque su fe, o bien es muy débil, o bien es inexistente. Esto sucede en gran
medida también porque muchos predicadores nos presentan el crecimiento
espiritual como una interminable vía de sacrificios cuyo resultado no se ve a corto
plazo, la cual no es nada atractiva, en un mundo en que nos gustan mucho las
metas que se alcanzan haciendo esfuerzos mínimos.
A la hora de hacer sacrificios, podemos caer en dos errores garrafales, los cuales
son:
1. Hacer tales obras para sobornar a Dios, con tal de que nos conceda grandes
favores, al realizar acciones que, muchas veces, no se pueden comparar con la
grandeza de lo que queremos obtener, y,
2. Creer que nos hemos ganado las dádivas que Dios nos concede al aceptar
nuestros sobornos, de manera que podemos dejar de creer en la gratuidad con que
nuestro Santo Padre se nos entrega para santificarnos, al pensar que nos
merecemos los favores que nos ha hecho, porque nos los hemos ganado.
¿Por qué le ofrecemos a Dios el sacrificio de asistir a la Eucaristía?
¿Tan débil es nuestra fe, que no somos capaces de celebrar la Cena del Señor
gustosamente, y tenemos que hacerlo obligadamente, para ver si Dios nos concede
lo que queremos que nos otorgue, de manera que nos parecemos a un comprador
de lotería, que, al gastar una moneda, intenta hacerse millonario?
Si no nos gusta celebrar la Eucaristía, ello sucede porque nuestra fe es débil o
inexistente, o porque no hemos podido -o querido- encontrar a quien nos explique
la grandeza de vincularnos a Jesús hasta tal punto, que llegamos a ser coherederos
del Reino de Dios, es decir, compartimos la grandeza -o realeza- de nuestro
Salvador, porque somos hijos de Dios, porque, el Unigénito de nuestro Padre
común, con su muerte y Resurrección, adquirió para nosotros esa gloria.
Es verdad que cuando celebramos la Eucaristía no tenemos por qué sentir ninguna
sensación especial que nos otorgue la seguridad de que se está gestando un cambio
en nuestra vida. Ello sucede porque nuestro crecimiento espiritual, que se aumenta
por medio de la celebración de este Sacramento, debe caracterizarse, tanto por la
formación, la acción que nos conceda oportunidades de practicar lo aprendido
durante una vida de estudio, y la oración que, al comunicarnos con Dios y sus
Santos, aumente nuestra fe, al hacernos conscientes de que la Iglesia es el Reino
de Dios, una sociedad que está viva, y que, aunque no nos percatamos de ello,
sigue creciendo, porque Dios no dejará jamás de llevar a cabo su obra salvadora.
Comulgar a nuestro Señor en la Eucaristía, significa que adquirimos una gran
seguridad referente a nuestra salvación, pero también significa, tanto la alegría,
como el compromiso de que formamos parte del Cuerpo Místico de Cristo, es decir,
si comulgamos, se espera de nosotros que contribuyamos a la realización de
nuestra labor en la viña del Señor, ora realizando nuestros trabajos de tal manera
que quienes nos vean sepan que actuamos en conformidad con la fe que
profesamos, ora contribuyendo a la salvación de la humanidad con nuestro
esfuerzo, por medio del apoyo que le debemos a la realización de las obras de la
Iglesia, de la que somos hijos, y le debemos la gratitud y respeto que le debemos a
nuestras madres, la cual espera que le demos al mundo el conocimiento y amor con
que nos acogió cuando fuimos bautizados, es decir, cuando fuimos admitidos entre
sus hijos .