Domingo Quinto de Pascua, Ciclo C
Hech 14, 21b-27; Sal 144,8-9. 10-11. 12-13ab;
Ap 21,1-5ª; Jn 13,31-33a. 34-35
“Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento
antiguo... Y sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo” (1 Juan 2, 7-8).
¿Un mandamiento nuevo? o ¿un mandamiento antiguo? Una y otra cosa.
Antiguo según la letra, porque había sido dado desde hacía tiempo; nuevo según el
Espíritu, porque sólo con Cristo ha sido proporcionada, también, la fuerza de
ponerlo en práctica. Nuevo no se opone aquí, decía yo, a antiguo sino a viejo. Lo de
amar al prójimo “como a sí mismo” había llegado a ser un mandamiento “viejo”,
esto es, frágil y acabado, a fuerza de ser transgredido, porque la Ley imponía, sí, la
obligación de amar; pero, no daba fuerzas para hacerlo.
Era necesario, por esto, la gracia. Y, en efecto, en sí, no es cuando Jesús lo
formula durante su vida, por lo que el mandamiento del amor llega a ser un
mandamiento nuevo, sino cuando, muriendo en la cruz y dándonos al Espíritu
Santo, nos hace de hecho capaces de amamos los unos a los otros, infundiendo en
nosotros el amor que él mismo nos tiene para cada uno.
El mandamiento de Jesús es un mandamiento nuevo en sentido activo y
dinámico: porque «renueva», hace nuevos, lo transforma todo. «Es este amor lo
que nos renueva, haciéndonos hombres nuevos, herederos del Testamento nuevo,
cantores del cántico nuevo» (san Agustín, Tratado sobre Juan 65, l). Si hablase el
amor podría hacer suyas las palabras que Dios pronuncia en la segunda lectura de
hoy:
“Todo lo hago nuevo”
Todos deseamos unos «nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la
justicia» (2 Pedro 3, 13). La palabra de Dios nos desvela cuál es el secreto para dar
prisa a su venida. Un poco de cielo nuevo y de tierra nueva se instaura allí donde
viene colocado, aunque escondido y pequeño, un acto de amor. No debemos
esperar que termine este mundo, para que vengan los cielos nuevos y la tierra
nueva. Éstos aparecen cada día. Depende igualmente de nosotros el hacerlos venir.
No es fácil para nosotros amar al prójimo, amarlo durante mucho tiempo,
amarlo desinteresadamente, sin un motivo superior. Es una cosa absolutamente por
encima de nuestras fuerzas. La Madre Teresa de Calcuta decía que, sin el contacto
cotidiano con Jesús en la Eucaristía, ella no habría tenido la fuerza para hacer cada
día lo que hacía. Una vez, un periodista extranjero, después de haber observado
cómo curaba las llagas de ciertos enfermos y se inclinaba sobre los moribundos,
exclamó horrorizado: “¡Yo no lo haría por todo el oro del mundo!” A lo que ella
respondió: “¡Ni siquiera yo!” (Se entiende: por todo el oro del mundo, no; pero, por
Jesús, sí).
Es importante, por lo tanto, tomar en serio la explicación que sigue al
mandamiento: “como yo os he amado, amaos también entre vosotros”. ¿Cómo ha
amado Jesús a los hombres? La Escritura señala, al menos, tres características. Nos
ha amado: “en primer lugar” (1 Juan 4, 10); nos ha amado «mientras éramos
enemigos” (Romanos 5, 10); nos ha amado “hasta el fin” (Juan 13, l). A propósito
del amar “en primer lugar”, Jesús ha dicho:
“Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener?... Y si no
saludan más que a sus hermanos, ¿qué hacen de particular?” (Mateo 5,46-47).
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)