Domingo Séptimo de Pascua, Ciclo C
Hech 7,55-60; Sal 96,1 y 2b. 6 y 7c. 9 13;
Ap 22,12-14. 16-17. 20; Jn 17,20-26
I
“No sólo ruego por ellos, sino también por los que crean en mí por la palabra
de ellos”. En la tercera y última parte de su oración ruega Jesús por todos aquellos
que, a lo largo de los siglos, creerán en él. Pide por la fidelidad de todos los
cristianos, también por nosotros. Sabe que la obra que ha comenzado continuará,
que siempre habrá hombres que respondan a la llamada de la vida.
El mensaje que Jesús nos ha transmitido por encargo del Padre no podemos
reducirlo a una doctrina aprendida. El mensaje del amor no se puede proclamar si
no se vive: se comunica a través de la propia vida, de la propia entrega a favor de
los demás. No es una teoría sobre el amor, sino la experiencia vivida por Jesús, que
ha de producir como fruto la adhesión personal e incondicional a él. Expone la
persona y la obra de Jesús, el amor que el Padre tiene a todos sus hijos. Un
mensaje que pierde todo su valor si no lleva a Jesús, si prescinde del amor.
La petición va a ser la misma que en la oración anterior: “Para que todos
sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros,
para que el mundo crea que tú me has enviado”. La unidad es la expresión y la
prueba más evidente del amor. Se realiza cumpliendo el mandamiento nuevo, ya
que la unidad por la que ruega Jesús sólo es posible cuando los miembros de la
comunidad se aman de tal manera que cada uno se entrega a los demás sin límite.
La unidad no se logra dando “cosas”, sino dándose uno mismo, entregando la
propia persona.
El don total de sí que exige esta unidad no despersonaliza al donante, no lo
disuelve al integrarlo en el “nosotros”, sino que lo hace capaz de vivir como
verdadero hijo de Dios, experimentar en sí mismo la verdadera vida: la unidad total
que existe entre el Padre y el Hijo. Únicamente por el amor puede una persona
estar en otra, vivir cada uno en los demás y los otros en uno mismo, por la vida
que se están comunicando y compartiendo. El que ama tiende a transformarse en
el amado. Esa es la verdadera pobreza.
La unión de la comunidad es condición previa para la unión con el Padre y
Jesús, fruto del Espíritu. Si existe, la comunidad vive unida con ellos. Si falta, esa
unión se hace imposible. Quienes no aman no pueden tener un conocimiento y un
trato verdadero con Dios.
La unidad ha de ser visible, al presentarla Jesús como testimonio ante el
mundo de la veracidad de su misión. El mundo creerá en Dios si lo experimenta en
el amor de sus testigos. Si falta el amor, Jesús aparecerá como un teórico de la
utopía humana, como un filósofo más. Sólo si su proyecto de vida se encarna en
una comunidad será creíble para los hombres, hartos de palabras bonitas. Hasta
ahora, Jesús ha hecho presente al Padre en la tierra con su vida. En adelante será
la comunidad unida en el amor la que muestre su existencia y su amor a la
humanidad. Anhelo difícil, pero posible, porque Jesús lo está impulsando. A pesar
de la triste realidad de estos veinte siglos...
“También les di a ellos la gloria que me diste, para que sean uno, como
nosotros somos uno”. La gloria que el Padre ha comunicado a Jesús es su misma
divinidad -llamada “unin hipostática”-, que le ha constituido en el Hijo. A su vez,
Jesús ha hecho partícipes de su naturaleza divina a los que lo han recibido,
capacitándolos para ser “hijos de Dios” (Jn 1,12). De esta forma ha comunicado a
los suyos la gloria recibida del Padre. Los creyentes quedan asociados a la gran
familia de Dios. La comunicación tiene una clara finalidad: ser uno como ellos,
repite machaconamente. Y no será la última vez.
“Yo en ellos y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el
mundo sepa que tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí”. La
unidad perfecta es el único argumento capaz de convencer a la humanidad. Una
unidad lograda como fruto del amor, nunca por la obediencia a una legalidad o a
una autoridad por muy legítima que sea. Esta unidad, efecto visible de un amor
incondicional, se manifiesta en un servicio que llega hasta el don de la propia vida.
Este amor-unidad vivido en la comunidad será el que provoque la fe del mundo. Si
Jesús hubiera venido a revelar unas verdades doctrinales, hubiera sido suficiente
para un discípulo aceptar sus ideas prescindiendo de él. Jesús y el mensaje no
serían una misma cosa. Pero al presentarnos su vida como camino a seguir (Jn
14,6), no podemos quedarnos en sus enseñanzas. El es el cristianismo.
El amor tiende a querer estar siempre con los que se ama
“Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo, donde yo
estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas antes de la
fundacin del mundo”. Es la última petición de Jesús por sus discípulos: que estén
un día con él en el cielo. Equivale a pedir para ellos la vida definitiva. El amor, el
compartir, lleva a querer estar siempre juntos. Este deseo abarca por igual a su
comunidad presente y a las que se fueren sucediendo en el transcurso del tiempo.
Entonces contemplarán su gloria: el verdadero sentido de todo lo que hizo, el amor
que el Padre le tuvo desde siempre. Es así como ama Dios: antes del tiempo, por
ser eterno. (El tiempo comenzó con la creación y terminará con la parusía.) Una
gloria que incluye la vida definitiva -plenitud a que aspira nuestro corazón- de los
suyos, objeto de su misión en el mundo.
“Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y éstos han
conocido que tú me enviaste”. Si llama aquí al Padre “justo”, no lo hace por una
simple variación literaria, sino en relación al contexto en que lo emplea. Antes lo ha
llamado “santo” (v. 11) y ha pedido para los suyos la “santificación en la verdad”
(v. 17). Siendo el Padre “justo”, verá lógica la petición que hace Jesús para sus
seguidores que, en contraste con el “mundo”, han aceptado sus palabras.
El “mundo” está incapacitado para conocer a Jesús y al Padre. Va por otro
camino. Ya tiene su dios: el dinero y todo lo que se puede comprar con él. Quiere
demostraciones palpables, doctrinas que no comprometan la vida, verdades a la
medida de su mediocridad y conveniencia. Ha caído de lleno en las tres tentaciones
que superó Jesús porque vivía otros valores (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13). Un “mundo”
metido de lleno en las estructuras y en la vida de la Iglesia y de los cristianos.
El conocimiento de que habla Jesús se fundamenta en el amor mutuo.
Conoce a Jesús, se encuentra con él, el que ama hasta el don de sí mismo. Actitud
opuesta a la conducta perversa de un mundo injusto, que niega a Dios con su modo
de obrar.
“Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre”. En sus últimas
palabras resume Jesús el contenido de su oración. Alude a su actividad pasada y
afirma su propósito para el futuro. Jesús ha revelado a los suyos al Padre. Pero ese
conocimiento se hará cada vez más hondo. Con su muerte en la cruz y su
resurrección la revelación será más plena. Después el Espíritu los irá llevando a la
verdad completa (Jn 16,13), que sólo será total y definitiva después de la muerte,
al identificar el conocimiento del Padre y del Hijo con la vida eterna (Jn 17,3).
“Para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con
ellos”. Jesús quiere que los discípulos sean iguales a él ante el Padre; que gocen del
mismo amor del Padre que él ha gozado. No dice que ellos estén identificados con
él; es Jesús el que está con sus discípulos, presente en la comunidad, uno con ella.
Jesús no absorbe ni acapara para sí a los suyos. Los acompaña en la tarea, actúa
con ellos y por ellos, por la comunicación del Espíritu.
Todo el discurso de la última cena, y también la oración, es un esfuerzo de
penetración y explicación del modo como Jesús se hace presente en sus discípulos
después de su muerte y resurrección. Se puede afirmar que algo del cielo es
comunicado a los creyentes ya en su vida en la tierra; que el mundo de “arriba” se
acerca al de “abajo”, irrumpe en él, llega a penetrarlo. ¿Cómo es posible? Es una
realidad demasiado misteriosa e inabarcable para el hombre. La realidad es que
Jesús nos dice que es posible al ser humano tener una experiencia de Dios ahora y
aquí, particularmente a través de la participación en la vida entregada del Hijo.
II
“Este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo... y contemplen
mi gloria”.
Estamos a la espera del Espíritu divino de Pentecostés. Todos los textos
hablan hoy de una existencia en tránsito. En ella vivimos siempre, y no sólo en el
momento de la muerte: “en toda ocasión y por todas partes llevamos en el cuerpo
la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro
cuerpo” (2 Co 4,11). En el evangelio de hoy Jesús termina su oración sacerdotal al
Padre con la perspectiva de entrar en su gloria, pero sin abandonar a los suyos,
sino llevándolos consigo a esta gloria. Aquí le oímos decir: “Padre, éste es mi
deseo...”. Los discípulos deben poder seguirle en su tránsito a Dios, pues Jesús les
ha traído la buena noticia del amor de Dios y ellos la han acogido. Por eso ya en la
tierra han sido introducidos en el amor trinitario, y el deseo de Jesús de que lo
sigan coincide con el del Padre, que ha enviado al Hijo al mundo con este fin. En el
trasfondo de este único deseo del Padre y del Hijo aparece el Espíritu Santo, que
culmina en los creyentes la obra introductoria realizada por Jesús. La tarea de Jesús
se ha cumplido ya en este Espíritu Santo, y ahora el Espíritu de Dios, el vínculo
entre el Padre y el Hijo ha de completar el vínculo entre el cielo y la tierra. De este
modo el mundo, si se abre al Espíritu, puede reconocer que el amor eterno del
Padre al Hijo incluye ya el amor a los hombres: “que el mundo sepa que Tú me has
enviado y los has amado como me has amado a mí”.
“Seor Jesús, recibe mi espíritu”. La primera lectura nos muestra al primer
mártir cristiano, Esteban, en el mismo tránsito. Esteban ha pronunciado su gran
confesin de fe y al final ve ya, “lleno del Espíritu Santo”, “la gloria de Dios (del
Padre) y a Jesús de pie a la derecha de Dios”. Su tránsito es, como el de Jesús, un
testimonio de sangre. Ha seguido tan perfectamente a Jesús que se apropia de sus
palabras en la cruz: “recibe mi espíritu», «no les tengas en cuenta este pecado”.
Por eso su muerte se convierte no sólo en testimonio, sino también en sustitución
vicaria. Esta sólo puede producirse dentro de la imitación del Señor, que ha
exhalado ya su Espíritu sobre Iglesia.
“El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!”. Finalmente, en la segunda lectura,
vemos a toda la Iglesia en el tránsito. Tanto más cuanto que el Señor le ha
prometido su próxima venida y ha aumentado en ella el deseo del árbol de la vida y
de la gloria de la ciudad eterna. Pero este deseo hace exclamar a la Iglesia junto
con el Espíritu Santo el “¡Ven!” e invitar a todos los hombres a sumarse a este
grito. Estamos a la espera de la fiesta de Pentecostés, pero la esperamos ya en el
Espíritu Santo; estamos esperando la llegada del Espíritu, implorando su luz y su
fuego purificador para poder llamar junto con él al Esposo con mayor ansiedad, con
una nostalgia más profunda. El Espíritu grita en nosotros mejor de lo que nosotros
mismos podemos hacerlo, y el cielo oye este grito del Espíritu desde la tierra, pues
“su intercesin por los santos es según Dios” (Rm 8,27).
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)