Sexto Domingo del Tiempo Ordinsrio, Ciclo C
Jr 17, 05-08; Sal 1,1-2. 3. 4 y 6;
1 Co 15, 12-16, 20; Lc 6, 17. 20-26
I
¡Dichosos los pobres! ¡Ay de de vosotros los ricos!
Al escuchar las bienaventuranzas lo primero que se nos viene a la mente es
la primera: “Dichosos los pobres! Ay de de vosotros los ricos!”. Pero en realidad el
significado, el horizonte es mucho más amplio. Jesús nos presenta dos modos de
concebir la vida: o por el reino de Dios, o por nosotros mismos; buscar esta vida o
la eterna.
Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es
de origen divino; Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia
El, el único que lo puede satisfacer:
Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no
hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea
plenamente enunciada (S. Agustín, mor. eccl . 1, 3 ,4).
¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la
vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi
alma y mi alma vive de ti (S. Agustín. conf. 10, 20. 29) (C. Ig C 1718)
Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin
último de los actos humanos. Dios nos llama a su propia bienaventuranza.
Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y
alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino
llegar al Reino que no tendrá fin? (S. Agustín, civ. 22, 30).
Jesús no ha venido a enfrentar a ricos y pobres, tampoco esta a favor de la
pobreza… o en contra de la riqueza... No canoniza a todos lo pobres, a los que tiene
hambre, a los que lloran y son perseguidos…; tampoco condena igualmente a todos
lo ricos, a los que ríen y son aplaudidos. La distinción es más profunda; se trata de
ver en qué funda cada uno de nosotros la propia seguridad, en que terreno
construye cada uno el edificio de su vida: en la tierra para el cielo o en la tierra
para la tierra; en Dios o fuera de él…
La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas.
Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor
de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside en la
riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra
humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna
criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor.
El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje "instintivo" la
multitud, la masa de los hombres. Éstos miden la dicha según la fortuna, y, según
la fortuna también, miden la honorabilidad... Todo esto se debe a la convicción de
que con la riqueza se puede todo. La riqueza por tanto es uno de los ídolos de
nuestros días, y la notoriedad es otro... La notoriedad, el hecho de ser reconocido y
de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa), ha
llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto
de verdadera veneración (Newman, mix. 5, sobre la santidad).
El camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino
hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre;
Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad,
expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su
resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida
cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las
tribulaciones; anuncian a los discípulos la bendiciones y las recompensas ya
incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos
(C Ig C 1717).
II
¡Dichosos los pobres! ¡Ay de de vosotros los ricos!
Al escuchar las bienaventuranzas lo primero que se nos viene a la mente es
la primera: “Dichosos los pobres! Ay de de vosotros los ricos!”. Pero en realidad el
significado, el horizonte es mucho más amplio. Jesús nos presenta dos modos de
concebir la vida: o por el reino de Dios, o por nosotros mismos; buscar esta vida o
la eterna.
Jesús no ha venido a enfrentar a ricos y pobres, tampoco esta a favor de la
pobreza y en contra de la riqueza. No canoniza a todos lo pobres, a los que tiene
hambre, a los que lloran y son perseguidos…; tampoco condena igualmente a todos
lo ricos, a los que ríen y son aplaudidos. La distinción es más profunda; se trata de
ver en qué funda cada uno de nosotros la propia seguridad, en que terreno
construye cada uno el edificio de su vida: en la tierra para el cielo o en la tierra
para la tierra; en Dios o fuera de él…
Jeremías nos da la clave para entender las bienaventuranzas: “Maldito quien
confía en el hombre…Será como un cardo en la estepa. Bendito quien confía en el
Seor…Será un árbol plantado junto al agua”.
Qué significa poner la confianza o seguridad en el hombre o en Dios; ¿a
quien sirvo, en dónde está puesto mi corazón?, ¿quién es el centro de mi vida?, ¿yo
y mis cosas, mi mundo, o Dios y su Reino, sus planes?, ¿realmente Jesús es mi
Seor…? Construyo sobre Roca o sobre arena…?
No tengamos miedo de seguir a Jesús y sus planes-su reino-, solamente él
puede llenar esos vacíos del corazn que miles de seres… limitados no pueden
llenar; eso sí, usemos los bienes limitados para conseguir los que no se acaban. Los
sufrimientos de ahora no son nada, comparados con los bienes que nos esperan.
Vale la pena dejarnos conducir por Cristo y su evangelio, que a su debido tiempo
cosecharemos.
Se cuenta que dos mulos volvían del mercado, seguidos a pie por su amo.
Uno estaba atiborrado de esponjas y el otro de sal. El cargado de sal avanzaba
fatigosamente, lleno de sudor, a causa del peso de la sal; el que llevaba las
esponjas, trotaba ligeramente y tomaba a risa al desdichado compañero. Llegan a
un río; ambos entran en el agua; y ¿qué sucede? El cargado de esponjas comienza
a sentirse siempre cada vez más agobiado, hasta que se ahoga bajo el peso de las
esponjas, que se han rellenado de agua; el cargado de sal se siente cada vez más
ligero, porque el agua va disolviendo la sal, hasta que con un brinco está a buen
seguro sobre la otra orilla, libre de todo peso.
Supongamos que una persona se hubiese entrecruzado con aquella comitiva
antes de alcanzar el río y hubiese exclamado dirigiéndose al mulo cargado de sal: «
¡Dichoso tú que estás fatigado y gimes!»; y, entonces, dirigiéndose al otro mulo,
hubiese dicho: «¡Desventurado tú que ríes y te diviertes!». Un observador externo
habría dicho que aquello era un insulto o una tomadura de pelo. El hecho es que,
yendo hacia la dirección del río, aquel hombre sabía qué les esperaba a los dos.
También, Jesús sabe qué tenemos por delante y por eso dice: ¡Dichosos los pobres!
Ay de de vosotros los ricos!; y el Espíritu santo por Jeremías: “Maldito quien confía
en el hombre…Será como un cardo en la estepa. Bendito quien confía en el
Seor…Será un árbol plantado junto al agua”.
Conclusión
El camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino
hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre.
Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad,
expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su
resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida
cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las
tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya
incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos (
C Ig C 1717 ); que ellos intercedan por nosotros para que sepamos vivir el espíritu
de las bienaventuranzas y gozar después con ellos eternamente.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)