Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
1Sam 26, 02. 07-09. 12-13. 22-23; Sal 102, 1-2. 3-4. 8 y 10. 12-13; 1 Co 15, 45-
49; Lc 06, 27-38
No juzguéis
“Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los
que os maldicen... Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra... A quien te
pide dale”. Todo está resumido en la así llamada “regla de oro” de la actuación
moral: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten”. Esta regla, si se
pusiese en práctica, bastaría por sí sola para cambiar la fisonomía de la familia y de
la sociedad en la que vivimos.
Lo que hoy dice Jesús, hacer bien a los que os odian, viene ilustrada en la
primera lectura de hoy con el ejemplo del rey David. Buscado por Saúl, que quiere
hacerle morir, David sorprende un día a su enemigo dormido en la tienda. Podría
matarle; no lo hace; se limita sólo a cortarle una punta de su manto, como prueba
de lo sucedido. David quiere que sea Dios mismo el que le haga justicia respecto a
Saúl.
Amar a los enemigos es el mejor modo de... ya no tener más enemigos. Un
día alguien criticó a Abrahán Lincoln por ser demasiado indulgente con sus
enemigos y le recordó que era deber suyo, como presidente de los Estados Unidos,
aniquilar a los enemigos. Él respondió: “Acaso, no destruyo a mis enemigos
cuando les transformo en amigos?”
Detengámonos ahora en lo que más incide en a nuestra vida cotidiana: los
juicios: “No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados”.
Es decir, no juzgues a tu hermano, porque Dios no te ha juzgado a ti.
El Señor compara el pecado del prójimo (el pecado juzgado), cualquiera que
sea, a una brizna o pajita en comparación con el pecado de aquel que juzga (el
pecado de juzgar), que es una viga. La viga es el hecho mismo de juzgar, tan grave
es eso ante los ojos de Dios. Santiago explica con una pregunta el motivo por el
que no debemos juzgar: “Tú, quién eres para juzgar al prójimo?” (Santiago 4,12).
Quiere decir, sólo Dios puede juzgar porque sólo él conoce los secretos del
corazón, el «por qué», la intención y el fin de toda acción. Pero, nosotros, ¿qué
sabemos de lo que pasa en el corazón de otro hombre cuando realiza una
determinada cosa? ¿Qué sabemos de todos los condicionamientos a los que está
sujeto, a causa del temperamento, de la educación, de los complejos y de los
miedos, que lleva dentro?
Querer juzgar para nosotros es una operación muy arriesgada. Es como
arrojar una flecha, con los ojos cerrados, sin saber dónde irá a golpear; nos
exponemos a ser injustos, despiadados, cerrados u obtusos. Basta observar cuán
difícil nos es entender las razones de nuestro mismo actuar para darnos cuenta de
cómo sea imposible del todo descender hasta las profundidades de otra existencia y
saber por qué se comporta de un cierto modo. Nuestros juicios son casi todos
«temerarios», esto es, arriesgados, basados en impresiones y no en certezas. Son
fruto de prejuicios.
En las historias de los Padres del desierto se lee que un día, un anciano
monje, habiendo sabido que había pecado un joven hermano, lo juzgó
severamente, diciendo en público: “Qué mal tan grande ha hecho al monasterio!”
A la noche siguiente un ángel le mostró el alma del hermano, que había pecado, y
le dijo: “He aquí, aquel a quien tú has juzgado; mientras tanto, ha muerto. Dónde
quieres que lo mande al paraíso o al infierno?” El santo anciano permaneció tan
atormentado que pasó el resto de su vida con gemidos y lágrimas suplicando a Dios
que le perdonara de su pecado. Había entendido una cosa: cuando juzgamos,
nosotros, en la práctica, nos atribuimos la responsabilidad de decidir sobre el
destino eterno de nuestro semejante. Ejercitamos, por cuanto nos corresponde a
nosotros, un derecho de vida y de muerte. Sustituimos a Dios. Pero, ¿quiénes
somos nosotros para juzgar a nuestro hermano?
Pero, ¿Cómo se puede vivir sin jamás juzgar? El juicio está implícito en
nosotros hasta con una mirada. No podemos observar, escuchar, vivir, sin ofrecer
automáticamente valoraciones. Partiendo del Evangelio, descubrimos que el
Evangelio no es tan ingenuo como podría parecer a primera vista. ¡Él no nos
prescribe tanto el quitar de nuestra vida el juicio, cuanto de impedir el veneno de
nuestro juicio! Esto es, la parte de rencor, de rechazo, de venganza..., que
frecuentemente se mezcla en la misma objetiva valoración del hecho. El
mandamiento de Jesús: “no juzguéis, y no seréis juzgados” es seguido
inmediatamente por el mandamiento “no condenéis y no seréis condenados”. La
segunda frase sirve para explicar el sentido de la primera. De por sí, juzgar es una
acción neutral; el juicio puede terminar bien sea en una condena como en una
absolución. Son los juicios “despiadados” los que vienen puestos aparte por la
palabra de Dios; los que, junto con el pecado, condenan también sin apelación al
pecador.
Jesús decía que no había venido al mundo “para juzgar al mundo, sino para
que el mundo se salve por medio de él” (Juan 3,17). Para entender la diferencia
entre el juicio de condenación y el de salvación, pongamos un ejemplo muy
sencillo. Una madre y una persona extraña pueden juzgar por el mismo defecto a
un niño, que obviamente él tiene. Pero, ¡cuán distinto es el juicio de la madre del
de la persona extraña! La madre sufre por aquel defecto, como si fuese suyo; se
siente responsable; en ella arranca el deseo de ayudar al niño para corregirse; por
ahí no va a propagar a los cuatro vientos el defecto de su niño. Si nuestros juicios
sobre los demás se asemejan a los de una madre o a los de un padre, juzguemos
mientras queramos hacerlo. No pecaremos sino que haremos actos de caridad.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)