Décimo Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
1 Re 17, 17-24; Sal 29; Gál 1, 11-19; Lc 7, 11-17
En Cristo Jesús, Dios Padre, ha visitado a su pueblo, dando la vida a los muertos.
Dios es un dios de vivos, es el Dios de la vida. Hoy Jesús se manifiesta con todo su
poder y su misericordia, como verdadero Dios verdadero, resucitando al Hijo de la
viuda. Dios está presente entre los hombres en la persona de Jesús.
Jesús para hacer sus prodigios, pide la fe de los interesados. Buena voluntad y
deseos de encontrar a Dios. Jesús con sus milagros, no sólo busca remediar las
miserias del hombre, sino que desea que el hombre abra su corazón al misterio del
Reino, al deseo de una vida más allá de lo presente; no sólo quiere dar una
solución temporal, sino dar una orientación hacia los bienes que no se acaban.
El fin de la actuación de Jesús es enseñarnos la vida que no se acaba. Jesús centra
su mensaje en él mismo, que es la vida verdadera: Él es el Cristo resucitado, que
resucita para la vida eterna.
Para el que tiene fe, muerte y resurrección son dos verdades de la misma realidad.
La resurrección de Cristo es la garantía de nuestra propia resurrección. Con su
pasión, muerte y resurrección, con la ascensión y con el envió de su divino Espíritu
se ha convertido en autor de la salvación eterna.
Muerte y resurrección son en Cristo y en nosotros dos aspectos de un mismo
misterio. Nuestra actitud ante la muerte y resurrección es un criterio para verificar
la sinceridad de nuestra fe y de nuestra capacidad de irradiación cristiana en un
mundo que necesita testigos de la esperanza y de la resurrección.
Nuestra unión con Cristo por el bautismo, nos lleva a vivir una vida nueva, ahora en
este mundo: por nuestra manera de ver y vivir la vida; pero, además, nos da la
seguridad, de que si vivimos en Cristo y según él nos enseñó, también dará la vida
a n nuestros cuerpos mortales.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)