Décimo Segundo Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Zac 12,10-11; Sal 62,2. 3-4. 5-6. 8-9;
Gál 3,26-29; Lc 9,18-24
Pocas veces nos detenemos los cristianos a responder a esa pregunta decisiva que
se nos hace a cada uno de nosotros. La pregunta que Jesús dirige a sus discípulos,
hoy nos la hace a nosotros: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” La respuesta ha
de ser personal. Nadie puede hablar en mi nombre; pues, la fe es personal, y mi fe
es mi fe, no la del otro. Cada uno hemos de responder.
Se nos pregunta qué digo yo de Jesucristo, no qué dicen los concilios, qué predican
los Obispos y el Papa, qué explican los teólogos.
Un conjunto de circunstancias históricas ha podido embrollar mucho las cosas, pero
no hemos de olvidar que la fe cristiana no es simplemente la adhesión a una
fórmula o a un grupo religioso, sino mi adhesión personal y mi seguimiento a
Jesucristo.
Para ser cristiano, no basta decir: “Yo creo en lo que cree la Iglesia”. Es necesario
que me pregunte si yo le creo a Jesucristo, si cuento con él, si apoyo en él mi
existencia…
No se me pregunta qué pienso acerca de la doctrina moral que Jesús predicó,
acerca de los ideales que proclamó o los gestos admirables que realizó. La pregunta
es más honda: ¿Quién es Jesucristo para mí? Es decir, ¿qué lugar ocupa en mi
experiencia de la vida? ¿Qué relación mantengo con él? ¿Cómo me siento ante su
persona? ¿Qué fuerza tiene en mi conducta diaria? ¿Qué espero de él?
No puedo contestar responsablemente a la pregunta que Jesús me dirige sin
descubrirme a mí mismo quién soy yo y cómo vivo mi fe en él. Precisamente, en
eso consiste la responsabilidad: en ser capaz de responder por mí mismo.
Con frecuencia, no somos conscientes hasta qué punto vivimos nuestra fe por
inercia, siguiendo actitudes y esquemas infantiles, sin crecer interiormente, sin
llegar tal vez nunca a una decisión personal y adulta ante Dios.
De poco sirve hoy seguir confesando rutinariamente las diversas creencias
cristianas si uno no conoce por experiencia qué es encontrarse personalmente con
ese Dios revelado y encarnado en Jesucristo.
Nuestra fe cristiana crece y se robustece en la medida en que vamos descubriendo
por experiencia personal que sólo Jesucristo puede responder de manera plena a
las preguntas más vitales, los anhelos más hondos, las necesidades últimas que
llevamos en nosotros. De alguna manera todo cristiano deberíamos poder decir
como san Pablo: “Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe” (2 Tm 1, 12).
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)