Décimo Quinto Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Dt 30, 10-14; Sal 68, 14 y 17. 30-31. 33-34. 36ab y 37;
Col 01, 15-20; Lc 10. 25-37
Tanto el sacerdote como el levita, cuando llegan a aquel recodo del camino que va
de Jerusalén a Jericó y ven allá tendido en el suelo a aquel pobre hombre apaleado
por los ladrones, aceleran el paso, cambian de lado del camino, y pasan de largo
como si no le hubieran visto.
De hecho, si no cambiaran de lado tropezarían con el herido y no tendrían más
remedio que detenerse a ayúdalo. Pero no tienen ganas de hacerlo. Ni el uno ni el
otro quieren encontrarse con el herido. Si llegaran hasta allí donde el pobre hombre
está echado en el suelo, si lo tuvieran ahí cercano, a sus pies, realmente les
costaría mucho dejarlo tirado, no prestarle atención ni ayuda. Por muy endurecido
que tuvieran el corazón, no serían capaces de dejarlo en ese estado, medio muerto.
Por eso, tanto uno como otro, cambian de lado en el camino y hacen ver que no se
han dado cuenta del estado en que se halla. Y pueden continuar tranquilos su
camino, a encontrarse con la gente con quien tenían ganas de estar, a hacer lo que
tenían ganas de hacer, sin tener que perder el tiempo ni ensuciarse las manos con
alguien que no les va ni les viene, alguien que ellos no se han buscado, alguien que
no es de los suyos.
¡Cuántas veces nosotros hacemos también como el sacerdote y el levita! Nosotros,
como ellos, intentamos amar a los nuestros, intentamos tratar bien a la gente que
tenemos cerca: los de casa, los amigos, los que tenemos cosas en común. Pero a
los que no son de los nuestros, a los que no forman parte de nuestro círculo...
¡cuántas veces los olvidamos, qué poco interés tenemos por ellos! Y ¡cuántas
veces, como el sacerdote y el levita, miramos que sus sufrimientos no nos afecten,
no queremos ver el dolor que hay a nuestro alrededor! ¡Cuántas veces pasamos por
el otro lado del camino!
Jesús dice muy claro cuál ha de ser nuestra actitud. Jesús ha recordado el gran
mandamiento: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón... y al prójimo como
a ti mismo”. Y el maestro de la Ley ha querido buscar excusas, como si no supiera
lo que quería decir eso que Jesús le recordaba. El maestro de la ley quiere aclarar
bien a quién hay que amar y a quién no es necesario hacerlo. Por eso pregunta: “¿Y
quién es mi prójimo?” Pero no hay excusas que valgan. Jesús responde a la
pregunta con esta parábola tan diáfana, que es como si dijera: “Tú prójimo son
todos aquellos que necesitan que les ames, y de una manera especial los más
necesitados, los que peor están”.
No hay excusas que valgan. Jesús nos manda amar a los que más lo necesitan, sin
preguntar de dónde viene su dolor. Sin preguntar si están como están por su culpa
o por irresponsabilidad suya (¡porque a lo mejor el hombre apaleado había
cometido la imprudencia de pasar por aquel camino sabiendo que corría el peligro
de ser atacado por los ladrones!). Y menos aún sin desentenderse diciendo que
nosotros no somos los que hemos provocado aquel dolor y por tanto no tenemos
ninguna obligación de socorrerlo. No hay excusas que valgan. Jesús quiere que
tengamos siempre los ojos bien abiertos para ver a todos aquellos que yacen
apaleados a la orilla de los caminos, y que nos acerquemos a ellos y les tendamos
la mano.
Tenemos que planteárnoslo de verdad. Porque hay mucha gente a la orilla de los
caminos por donde pasamos. Pensémoslo unos instantes: los enfermos y los
ancianos que viven la tristeza de no tener a nadie cerca; los drogadictos y los
marginados de cualquier clase; las bolsas de pobreza de nuestras ciudades... Si
queremos tener los ojos abiertos, si no optamos por pasar por el otro lado del
camino, encontraremos muchas formas de hacer como el buen samaritano. Con
nuestra compañía personal a alguien que está solo, con tarea organizadas desde
nuestra parroquia, voluntariado de todo tipo, con nuestra aportación económica a
campañas de ayuda...
Se trata simplemente de eso: de tener los ojos abiertos, de tener el corazón bien
dispuesto, de decidir no pasar por el otro lado del camino. Al final, es lo que decía
la primera lectura: “El precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda, ni
inalcanzable... El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca.
Cúmplelo”.
Ahora, en la eucaristía, se hará presente entre nosotros, Jesús. El es
verdaderamente el buen samaritano. El se acerca a todos y libera a los oprimidos
por el mal. El se acerca a nosotros y nos salva. Démosle gracias y pidámosle ser
como él.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)