Décimo octavo Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Qo 1, 2. 2, 21-23; Sal 94,1-2. 6-7: 8-9;
Col 3, 1-5. 9-11; Lc 12, 13-21
El valor de las riquezas
Hoy la palabra que nos dirige Jesús -dentro del itinerario hacia Jerusalén que
Lucas describe- se refiere al desapego de la riqueza que debe tener el discípulo de
Jesús, como lo tuvo él. Los domingos anteriores era la oración. El próximo será la
vigilancia. Hoy, una llamada muy clara a evitar la idolatría del dinero.
Tanto la primera lectura como el evangelio vienen a respondernos a esta pre-
gunta: ¿sirven para algo válido las riquezas? Y la respuesta es bastante escéptica:
si no se saben usar, son más bien perniciosas. El mundo de hoy parece
proponernos casi como único objetivo el tener, el poseer, el llegar a ser ricos, más
ricos que los demás; antes que el tener, el poder, el placer y el parecer está el ser;
el hombre no vale por lo que tiene y por lo que sabe, sino por lo que es...
En una cosa el Evangelio está de acuerdo con lo que decían los sabios de
Israel, como el Qohélet: en condenar como cosa necia el acumular, el vivir como
hormigas que amasan y amasan para un invierno, del que no se sabe ni siquiera si
existirá.
Nadie dice que el hombre no deba trabajar, industrializarse, mejorar. Sólo se
condena el vivir para acumular. Se debe ganar dinero para vivir, no vivir para ganar
dinero. Jesús no nos está invitando a despreciar los bienes de la tierra, pero sí a no
dejarnos esclavizar por ellos. Ni a descuidar el trabajo, pero sí a no dar prioridad a
lo material, porque hay cosas más importantes. No condena a los ricos o a las
riquezas (a no ser que supongan injusticia), pero sí nos dice que no caigamos en la
idolatría y en la obsesión por el dinero. Lo que nos dice es: "Eviten toda clase de
avaricia".
El campesino es llamado insensato no porque ha tenido una buena cosecha o
hace planes para el futuro, sino porque programa ese futuro sin Dios y olvidando la
solidaridad, a los demás, no piensa en la comunicación de bienes con otros. Él al-
macenaba los bienes menos importantes, pero corría el peligro de presentarse ante
Dios con las manos vacías de lo que en verdad vale. "Lo mismo le pasa al que
amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios".
Hay, por lo tanto, dos alternativas que el ser humano puede seguir en esta
vida en el asuntos de los bienes: una, es enriquecerse ante Dios y, la otra, pensar
sólo en acumular «para sí», para esta vida, en donde todo es incierto.
¿En qué consiste el enriquecerse a los ojos de Dios? Jesús nos dice: «Haceos
talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se
acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro allí estará
también vuestro corazón» (Lucas 12,33-34).
Hay algo que podemos llevar con nosotros, que nos sigue a cualquier parte,
también más allá de la muerte: no son los bienes sino las obras; no lo que hemos
tenido sino lo que hemos hecho. Por lo tanto, lo más importante en la vida no es
tener bienes, sino hacer el bien, porque esto es lo que permanece o dura para
siempre: «Dichosos los muertos que mueren en el Señor... sus obras los
acompañan» (Apocalipsis 14,13). El bien tenido permanece acá abajo, el bien
hecho lo llevamos con nosotros. El rico epulón había “tenido muchos bienes”; pero,
no había hecho ningún bien; por ello, terminó en el infierno (cfr. Lucas 16,25).
El Evangelio de hoy nos sugiere cómo hacer que las criaturas vuelvan a parecernos
bellas y santas, como lo fueron para Francisco de Asís: Loado seas por toda
criatura, mi Señor, y en especial loado por el hermano sol, que alumbra, y abre el
día, y es bello en su esplendor, y lleva por los cielos noticia de su autor. Y por la
hermana luna, de blanca luz menor, y las estrellas claras, que tu poder creó, tan
limpias, tan hermosas, tan vivas como son, y brillan en los cielos: ¡loado, mi
Señor! Y por la hermana agua, preciosa en su candor, que es útil, casta, humilde:
¡loado, mi Señor! Por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol, y es fuerte,
hermoso, alegre: ¡loado, mi Señor! Y por la hermana tierra, que es toda bendición,
la hermana madre tierra, que da en toda ocasión las hierbas y los frutos y flores
de color, y nos sustenta y rige: ¡loado, mi Señor!; esto será así el día en que
dejemos de quererlas sólo para poseer o sólo para “consumir” y las restituiremos a
la finalidad para la que nos fueron dadas, que es reconfortar nuestra vida acá abajo
y facilitarnos poder alcanzar nuestro destino eterno.
Hagamos nuestra una oración de la liturgia: “Enséñanos, Señor, a usar
sabiamente los bienes de la tierra, orientados siempre a los bienes eternos”.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)