Domingo vigésimo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Jr 38, 4-6. 8-10; Sal 39. 2. 3. 4. 18;
Hb 12, 01-04; Lc 12, 49-53
Lucas sigue describiendo el camino del cristiano, que es el de Cristo. El domingo
pasado era la vigilancia, su característica. Hoy es la fortaleza, la opción clara que
exige, la decisión firme de seguir o no a Cristo. Ser cristianos en medio del mundo
en que vivimos no es fácil.
En la primera lectura se nos presenta brevemente la figura de un profeta, Jeremías,
al que no le resultó nada fácil cumplir su misión. El, que por temperamento hubiera
predicado con gusto palabras de dulzura y felicidad, recibió de Dios el encargo de
anunciar un futuro sombrío para su pueblo, y aconsejarle decisiones que no eran
nada del agrado de las autoridades, sobre todo militares. Por eso intentaron
eliminarle, hacer callar su voz. Jeremías hundido en el fango del pozo: todo un
símbolo.
También la carta a los Hebreos nos presenta la vida cristiana en su lado dinámico y
batallador. Como una carrera, ante un estadio lleno de gente: nos contemplan
miles de personas, nuestros antepasados en la fe y los contemporáneos: ¿cómo
corremos?, ¿cómo recibimos y traspasamos el "testigo" de nuestra fe en esta
carrera de relevos que es la vida de la comunidad cristiana? No resulta nada
espontáneo ni cómodo ser cristianos. Muchas veces nos asalta el cansancio y el
miedo. El autor de la carta propone la fuente de la fortaleza: "fijos los ojos en
Jesús, pionero de la fe". También a El, a Cristo, le resultó difícil cumplir su carrera,
pero nos dio el ejemplo mejor de fe en Dios, y ella le dio la fuerza para seguir hasta
el final, hasta la muerte. A nosotros nos invita a seguir el mismo camino: "corramos
en la carrera que nos toca sin retirarnos... no os canséis, no perdáis el ánimo... no
habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado".
Seguir a Cristo requiere una opción personal consciente. En el evangelio de hoy nos
lo dice el mismo Cristo con imágenes muy expresivas. No ha venido a traer paz,
sino guerra. El mismo que luego diría: “mi paz os dejo, mi paz os doy”, nos asegura
que esa paz suya debe ser distinta de la que ofrece el mundo. Nos asegura que ha
venido a prender fuego en el mundo: quiere transformar, cambiar, remover. Y nos
avisa que esto va a dividir a la humanidad: unos le van a seguir, y otros, no. Y eso
dentro de una misma familia. Cristo -ya lo anunció el anciano Simeón a María- se
convierte en signo de contradicción.
Si sólo buscamos en el evangelio, y en el seguimiento de Cristo, un consuelo y un
bálsamo para nuestros males, o la garantía de obtener unas gracias de Dios, no
hemos entendido su intención más profunda. El evangelio, la fe, es algo
revolucionario, dinámico, hasta inquietante.
El ser fieles al evangelio de Jesús muchas veces también a nosotros nos produce
conflictos. Estamos en medio de un mundo que tiene otra longitud de onda, que
aprecia otros valores, que razona con una mentalidad que no es necesariamente la
de Cristo. Y muchas veces reacciona con indiferencia, hostilidad, burla o incluso con
una persecución más o menos solapada ante nuestra fe. Tener fe hoy, y vivir de
acuerdo con ella, es una opción seria.
No se puede compaginar alegremente el mensaje de Cristo con el de este mundo.
No se puede “servir a dos señores” (Mt 6, 24; Lc 16 13). Siempre resulta incómodo
luchar contra el sentir ambiental, sobre todo si es más atrayente, al menos
superficialmente, y menos exigente en sus demandas. La visión del mundo que
Jesús nos va ofreciendo en las páginas de su evangelio tiene muchas veces puntos
contradictorios con la visión humana de las cosas. Ser cristiano es optar por la
mentalidad de Cristo. No se puede seguir adelante con medias tintas y con
compromisos. En la moral, por ejemplo, el evangelio es mucho más exigente que
las leyes civiles.
El evangelio es un programa de vida para fuertes y valientes. No nos exigirá
siempre heroísmo -aunque sigue habiendo mártires también en nuestro tiempo-,
pero sí nos exigirá siempre coherencia en la vida de cada día, tanto en el terreno
personal como en el familiar o sociopolítico.
Sería una falsa paz el que lográramos demasiado fácilmente conjugar nuestra fe
con las opciones de este mundo, a base de camuflar las exigencias entre ambas. La
paz de Cristo, la verdadera, está hecha de fuego y de lucha. Claro que es más
“pacífico” que el Papa, en sus viajes, o los obispos en sus orientaciones pastorales,
no digan nada más que palabras de consuelo y halago: pero tienen que decir lo que
ellos creen que es la verdad conforme al Evangelio, y eso, muchas veces, suscita
reacciones violentas de oposición. En su encíclica, (de mayo de 1986) “Señor y
dador de Vida”, Juan Pablo II nos invita a una clara opción por la mentalidad de
Cristo, fiados en la fuerza de su Espíritu, en lucha contra el ateísmo y el
materialismo sistemático que amenazan con invadir nuestra mentalidad. Cada vez
que celebramos la Eucaristía, ciertamente nos dejamos envolver en la paz y el
consuelo de Dios. Pero a la vez esta celebración nos compromete a una vida según
Cristo, y a una lucha por defender y difundir nuestra fe.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)