Domingo vigésimo segundo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Si 03, 19-21. 30-31; Sal 67,4-5ac. 6-7ab. 10-11;
Hb 12, 18-19. 22-24ª; Lc 14, 01. 07-14
La humildad
Las lecturas de la Misa de hoy nos hablan de una virtud que constituye el
fundamento de todas las demás, la humildad; es tan necesaria que Jesús
aprovecha cualquier circunstancia para ponerlo de relieve. En esta ocasión, el Señor
es invitado a un banquete en casa de uno de los principales fariseos. Jesús se da
cuenta de que los comensales iban eligiendo los primeros puestos, los de mayor ho-
nor. Quizá cuando ya están sentados y se puede conversar, el Señor expone una
parábola que termina con estas palabras: cuando seas invitado, ve a sentarte en el
último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: amigo, sube más
arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el
que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.
Nos recuerda esta parábola la necesidad de estar en nuestro sitio, de evitar
que la ambición nos enferme…, “¿Por qué ambicionas los primeros puestos?, ¿para
estar por encima de los demás?”, nos pregunta San Juan Crisóstomo. En todo hom-
bre y mujer existe el deseo -que puede ser bueno y legítimo- de honores y de
gloria. La ambición aparece en el momento en el que se hace desordenado este
deseo de honor, de autoridad. La verdadera humildad no se opone al legítimo deseo
de progreso personal en la vida social, de gozar del necesario prestigio profesional,
de recibir el honor y la honra que a cada persona le son debidos.
Todo esto es compatible con una honda humildad; pero quien es humilde no
gusta de exhibirse. En el puesto que ocupa sabe que no está para lucir y ser
considerado, sino para cumplir una misión cara a Dios y en servicio de los demás.
Nada tiene que ver esta virtud con la timidez, la pusilanimidad o la
mediocridad... La humildad nos lleva a tener plena conciencia de los talentos que el
Señor nos ha dado para hacerlos rendir con corazón recto; nos impide el desorden
de jactarnos de ellos y de presumir de nosotros mismos; nos lleva a la sabia
moderación y a dirigir hacia Dios los deseos de gloria que se esconden en todo
corazón humano: No para nosotros, sino para Ti, Señor, sea toda la gloria (san
Francisco de Sales). La humildad hace que tengamos vivo en el alma que los
talentos y virtudes, tanto naturales como en el orden de la gracia, pertenecen a
Dios, porque de su plenitud hemos recibido todos. Todo lo bueno es de Dios; de
nosotros es propio la deficiencia y el pecado. Por eso, “la viva consideración de las
gracias recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el
reconocimiento”.
Existe una falsa humildad que nos mueve a decir “que no somos nada, que
somos la miseria misma y la basura del mundo; pero sentiríamos mucho que nos
tomasen la palabra y que la divulgaran. Y aconseja el mismo San Francisco de
Sales: “no abajemos nunca los ojos, sino humillemos nuestros corazones; no
demos a entender que queremos ser los últimos, si deseamos ser los primeros”. La
verdadera humildad está llena de sencillez, y sale de lo más profundo del corazón,
porque es ante todo una actitud ante Dios.
De la humildad se derivan incontables bienes. El primero de ellos, el poder
ser fieles al Señor, pues la soberbia es el mayor obstáculo que se interpone entre
Dios y nosotros. La humildad atrae sobre sí el amor de Dios y el aprecio de los
demás, mientras la soberbia lo rechaza. Por eso nos aconseja la Primera lectura de
la Misa: en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre
generoso. Y se nos recomienda, en el mismo lugar: hazte pequeño en las grandezas
humanas, y alcanzarás el favor de Dios, porque es grande la misericordia de Dios, y
revela sus secretos a los humildes.
De modo particular, el humilde respeta a los demás, sus opiniones y sus
cosas; posee una particular fortaleza, pues se apoya constantemente en la bondad
y en la omnipotencia de Dios: cuando me siento débil, entonces soy fuerte,
proclamaba San Pablo. Nuestra Madre Santa María de la soledad, en la que hizo el
Señor cosas grandes porque vio su humildad, nos enseñe a ocupar el puesto que
nos corresponde ante Dios y ante los demás. Ella nos ayude a progresar en esta
virtud y a amarla como un don precioso.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)