Domingo vigésimo sexto del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Am 6,1a. 4-7; Sal 145,7. 8-9a. 9bc-10;
1Tim 6,11-16; Lc 16,19-31
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La Primera lectura de la Misa nos presenta al Profeta Amós que llega del
desierto a Samaria. Aquí se encuentra con los dirigentes del pueblo entregados a
una vida muelle…, que encubre todo género de vicios y el completo olvido del
destino del país, que va a la ruina. Os acostáis en lechos de marfil, tumbados
sobre las camas, coméis los carneros del rebaño y las terneras del establo –el
profeta les recrimina-..., se ungen con perfumes y no se duelen de los desastres
de José. Y Amós les señala la suerte que les espera: Por eso irán al destierro, a la
cabeza de los cautivos. Esta profecía se cumpliría unos años más tarde.
A lo largo de la liturgia de este domingo se pone de manifiesto cómo el
excesivo afán de confort, de bienes materiales, de comodidad y lujo lleva en la
práctica al olvido de Dios y de los demás, y a la ruina espiritual y moral. El
Evangelio nos describe a un hombre que no supo sacar provecho de sus bienes. En
vez de ganarse con ellos el Cielo, lo perdió para siempre. Se trata de un hombre
rico, que se vestía de púrpura y de lino finísimo, y tenía cada día espléndidos
banquetes. Mientras que muy cerca de él, a su puerta, estaba echado un mendigo,
Lázaro, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y
hasta los perros le lamían sus llagas.
La descripción que nos hace el Señor en esta parábola tiene fuertes
contrastes: gran abundancia en uno, extrema necesidad en el otro. De los bienes
en sí nada se dice. El Señor hace notar el empleo que se hace de ellos: vestidos
extremadamente lujosos y banquetes diarios. A Lázaro, ni siquiera le llegan las
sobras.
Los bienes del rico no habían sido adquiridos de modo fraudulento; ni éste
tiene la culpa de la pobreza de Lázaro, al menos directamente: no se aprovechó de
su miseria para explotarlo. Tiene, sin embargo, un marcado sentido de la vida y de
los bienes: “se banqueteaba”. Vive para sí, como si Dios no existiera. Ha olvidado
algo que el Señor recuerda con mucha frecuencia: no somos dueños de los bienes,
sino administradores.
Este hombre rico vive a sus anchas en la abundancia; no está contra Dios ni
tampoco oprime al pobre. Únicamente está ciego para ver a quien le necesita. Vive
para sí, lo mejor posible. ¿Su pecado? No vio a Lázaro, a quien hubiera podido
hacer feliz con menos egoísmo y menos afán de cuidarse de lo suyo. No utilizó los
bienes conforme al querer de Dios. No supo compartir. “La pobreza -comenta San
Agustín- no condujo a Lázaro al Cielo, sino su humildad, y las riquezas no
impidieron al rico entrar en el eterno descanso, sino su egoísmo y su infidelidad”.
El egoísmo, que muchas veces se concreta en el afán desmedido de poseer
cada vez más bienes materiales, deja ciegos a los hombres para las necesidades
ajenas y lleva a tratar a las personas como cosas; como cosas sin valor. Pensemos
hoy que todos tenemos a nuestro alrededor gente necesitada, como Lázaro. Y no
olvidemos que los bienes que hemos recibido para administrarlos bien, con ge-
nerosidad, son también afecto, amistad, comprensión, cordialidad, palabras de
aliento...
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)