Solemnidad de todos los santos
1 de noviembre
Ap 7, 2-4, 9-14; Sal 23, 1-2, 3-4ab, 5-6;
1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12a
Celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos. En esta feliz
conmemoración, la Iglesia peregrina en la tierra dirige su mirada al cielo, a la
inmensa multitud de hombres y mujeres a los que Dios ha hecho partícipes de su
santidad. Como enseña el libro del Apocalipsis, provienen «de todas las naciones,
razas, pueblos y lenguas» (Ap 7, 5). En su vida terrena se esforzaron por hacer
siempre su voluntad, amándolo a él con todo su corazón y a su prójimo como a sí
mismos. Por eso también sufrieron pruebas y persecuciones, y ahora es grande y
eterna su recompensa en los cielos (cf. Mt 5, 11)1.
En la Solemnidad de hoy, el Señor nos concede la alegría de celebrar la
gloria de la Jerusalén celestial, nuestra madre, donde una multitud de hermanos
nuestros le alaban eternamente. Hacia ella, como peregrinos, nos encaminamos
alegres, guiados por la fe y animados por la gloria de los Santos; en ellos,
miembros gloriosos de su Iglesia, encontramos ejemplo y ayuda para nuestra
debilidad.
Nosotros somos todavía la Iglesia peregrina que se dirige al Cielo; y,
mientras caminamos, hemos de reunir ese tesoro de buenas obras con el que un
día nos presentaremos ante nuestro Dios. Hemos oído la invitación del Señor: Si
alguno quiere venir en pos de Mí... Todos hemos sido llamados a la plenitud de la
vida en Cristo. Nos llama el Señor en una ocupación profesional, para que allí le
encontremos, realizando aquella tarea con perfección humana y, a la vez, con
sentido sobrenatural: ofreciéndola a Dios, ejercitando la caridad con las personas
que tratamos, viviendo la mortificación en su realización, buscando ya aquí en la
tierra el rostro de Dios, que un día veremos cara a cara. Esta contemplación -trato
de amistad con nuestro Padre Dios- podemos y debemos adquirirla a través de las
cosas de todos los días, que se repiten muchas veces, con aparente monotonía,
pues «para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos los
hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial
es perfecto (Mt 5, 48). Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone
santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con
el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas» 11
1 JUAN PABLO II, Alocución a la hora del Ángelus (l-XI-1999)
¿Qué otra cosa hicieron esas madres de familia, esos intelectuales o aquellos
obreros..., para estar en el Cielo? Porque a él queremos ir nosotros; es lo único
que, de modo absoluto, nos importa. Esta santa decisión tiene mucha importancia
para los demás. Si, con la gracia de Dios y la ayuda de tantos, alcanzamos el Cielo,
no iremos solos: arrastraremos a muchos con nosotros.
Quienes han llegado ya, procuraron santificar las realidades pequeñas de
todos los días; y si alguna vez no fueron fieles, se arrepintieron y recomenzaron el
camino de nuevo. Eso hemos de hacer nosotros: ganarnos el Cielo cada día con lo
que tenemos entre manos, entre las personas que Dios ha querido poner a nuestro
lado.
Queridos hermanos, éste es nuestro futuro. Ésta es la vocación más
auténtica y universal de la humanidad: formar la gran familia de los hijos de Dios,
esforzándose por anticipar ya en la tierra sus rasgos esenciales. Hacia esta meta
nos impulsa el ejemplo luminoso de numerosos hermanos y hermanas a quienes, a
lo largo de los siglos, la Iglesia ha reconocido como beatos y santos,
proponiéndolos a todos como modelos y guías. Hoy invocamos su intercesión
común, para que todo hombre se abra al amor de Dios, fuente de vida y santidad.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)