LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
Hech 1,1-11; Sal 46,2-3. 6-7. 8-9;
Ef 1,17-23; Lc 24,46-53
Para la Iglesia entera y también para la humanidad es motivo de alegría
profunda la celebración litúrgica del misterio de la Ascensión de Nuestro Señor
Jesucristo, que fue exaltado y glorificado solemnemente por Dios.
“Dios asciende entre aclamaciones, / el Señor al son de trompetas. / Pueblos
todos, batid palmas, / aclamad a Dios con gritos de júbilo. / Porque Dios es el rey
del mundo, / Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado”
(Sal 46 6-9).
En este “misterio de la vida de Cristo” meditamos, por una parte, la
glorificación de Jesús de Nazaret muerto y resucitado, y, por otra, también su
marcha de esta tierra y su vuelta al Padre.
Santo Tomás de Aquino subraya que la Ascensión es causa de nuestra
salvación bajo dos aspectos. De parte nuestra, porque la mente se centra en Cristo
a través de la fe, la esperanza y la caridad; y de su parte, en cuanto al subir nos
prepara el camino para ascender nosotros también al cielo; siendo El nuestra
Cabeza, es necesario que los miembros le sigan allí donde El les ha precedido (S.
Th. III, 57, 6, ad 2).
La Ascensión no es sólo la glorificación definitiva y solemne de Jesús de
Nazaret, sino también la prenda y garantía de la exaltación, de la elevación de la
naturaleza humana. Nuestra fe y esperanza de cristianos se refuerzan y corroboran
hoy, pues nos invita a meditar en nuestra pequeñez, sí, en nuestra fragilidad y
miseria, pero también en la “transformacin” más maravillosa aún que la misma
creación, transformación que Cristo actúa en nosotros al estar unidos a El por los
sacramentos y la gracia. “Recordamos y celebramos litúrgicamente el día en que la
pequeñez de nuestra naturaleza ha sido elevada en Cristo por encima de todos los
ejércitos celestiales, de todas las categorías de ángeles, de toda la sublimidad de
las potestades, hasta compartir el trono de Dios Padre -nos dice San León Magno-.
Hemos sido establecidos y glorificados por este modo de obrar divino y así
resplandece más maravillosamente la gracia de Dios... y la fe se mantiene firme, la
esperanza no vacila y el amor sigue encendido. En esto reside el vigor de los
espíritus realmente grandes, esto es lo que realiza la luz de la fe en las almas fieles
de verdad: creer sin vacilación lo que nuestros ojos no ven, tener fijo el deseo en lo
que no puede alcanzar la mirada” (Sermo LXXIV, 1; PL 54, 597).
Y San Gregorio Magno aade: “Debemos seguir a Jesús con todo el corazón
allí donde sabemos por fe que subió con su cuerpo. Rehuyamos los deseos de la
tierra, no nos contentemos con ninguno de los vínculos de aquí abajo, nosotros que
tenemos un Padre en los cielos... Aunque os debatáis en el torbellino de los
quehaceres, echad el ancla de la esperanza en la patria eterna ya desde ahora. No
busque vuestra alma otra luz, sino la verdadera. Hemos oído que el Señor
ascendió al cielo, pues reflexionemos con seriedad sobre aquello en que creemos.
No obstante la debilidad de la naturaleza humana que todavía nos retiene aquí,
dejémonos atraer por el amor en pos de El, pues estamos bien seguros de que
Aquel que nos ha infundido este deseo, Jesucristo no defraudará nuestra
esperanza” (In Evangelium, Homilia XXIX, 11; PL 76, 1219).
En el momento de separarse de los Apóstoles, Jesús les confiere el mandato
de dar testimonio de El en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta en los
confines lejanos de la tierra: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá
sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y
hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8).
El Señor Jesús repite con particular vigor a toda la Iglesia las mismas
palabras que dijo un día a los Apóstoles, antes de la Ascensión; unas palabras que
encierran la esencia de la vocación cristiana. En efecto, ¿qué es el cristiano? Un
hombre “conquistado por Cristo” (Flp 3, 12) y por ello, deseoso de darlo a conocer
y hacer que sea amado por doquier, “hasta los confines de la tierra”. La fe nos
impulsa a ser misioneros, sus testigos. Si no lo somos, significa que nuestra fe es
aún incompleta, parcial, inmadura.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)