1 de enero
María, Madre de Dios
Nm 6,22-27; Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8;
Gál 4,4-7; Lc 2,16-21
“Al cumplirse los ocho días” de la Navidad, ocho días durante los cuáles hemos
celebrado gozosos el nacimiento del Señor, nos reunimos para volver a contemplar
el mismo misterio. Ponemos nuestros ojos en el Hijo de Dios en brazos de una
mujer, María, a la que llamamos Madre de Dios. Esta fiesta forma parte de la
Navidad. La grandeza de María está en su maternidad, en el hecho de ser Madre de
Dios.
“Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer”. El omnipotente, el poderoso, el que
es rico, se hizo pobre, se encarnó en el vientre purísimo de una Mujer, por obra del
Espíritu Santo: María la madre del verdadero Dios por quien se vive.
La maternidad divina de María -enseña Santo Tomás de Aquino- sobrepasa
todas las gracias o carismas. Dios la llenó de todas las gracias. Por tanto, después
de la Santísima Trinidad, está María.
Al mirar hoya Nuestra Señora, Madre de Dios, que nos ofrece a su Hijo en
brazos, hemos de dar gracias al Señor, pues «una de las grandes gracias que Dios
nos hizo además de habernos creado y redimido fue querer tener Madre, porque
tomándola Él por suya nos la daba por nuestra.
Enseña Santo Tomás de Aquino que María «es la única que junto a Dios Padre
puede decir al Hijo divino: Tú eres mi Hijo».
Nuestra Señora -escribe San Bernardo- «llama Hijo suyo al de Dios y Señor de
los ángeles cuando con toda naturalidad le pregunta: Hijo, ¿por qué te has portado
así con nosotros? (Lc 2, 48), ¿Qué ángel pudo tener el atrevimiento de decírselo
(...)? Pero María, consciente de que es su Madre, llama familiarmente Hijo suyo a
esa misma soberana majestad ante la que se postran los ángeles. Y Dios no se
ofende porque le llamen lo que Él quiso ser». Es verdaderamente el Hijo de María.
Cristo en cuanto Dios, es engendrado, no hecho, misteriosamente por el Padre
ab aeterno, desde siempre; en cuanto hombre, nació, fue hecho, de Santa María
Virgen. Cuando llegó la plenitud de los tiempos el Hijo Unigénito de Dios, la
Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, asumió la naturaleza humana, es decir,
el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza
humana (alma y cuerpo) y la divina se unieron en la única Persona del Verbo.
Desde aquel momento, Nuestra Señora, cuando dio su consentimiento a los
requerimientos de Dios, se convirtió en Madre del Hijo de Dios encarnado, pues «así
como todas las madres, en cuyo seno se engendra nuestro cuerpo, pero no el alma
racional, se llaman y son verdaderamente madres, así también María, por la unidad
de la Persona de su Hijo, es verdaderamente Madre de Dios».
En el Cielo, los ángeles y los santos contemplan con asombro el altísimo grado
de gloria de María y conocen bien que esta dignidad le viene de que fue y sigue
siendo para siempre la Madre de Dios. Por eso, en las letanías, el primer título de
gloria que se da a Nuestra Señora es el de santa Madre de Dios, y los títulos que le
siguen son los que convienen a la maternidad de Dios: Santa Virgen de las
vírgenes, Madre de la divina gracia, Madre purísima, Madre castísima...
Por ser María verdadera Madre del Hijo de Dios hecho hombre, se sitúa en una
estrechísima relación con la Santísima Trinidad. Esta obra maestra de la Trinidad es
Madre de Dios Redentor y, por ello, también Madre mía, de este pobre ser humano
que soy yo, que es cada uno de los mortales». ¡Madre mía!, le hemos dicho tantas
veces.
Hoy dirigimos el pensamiento a Ella llenos de alegría y de alabanza..., y de un
santo orgullo: “Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre
de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú,
sólo Dios!”.
Al comenzar un nuevo año, aprovechemos para hacer el propósito firme de
recorrerlo día a día de la mano de la Virgen. Nunca iremos más seguros. Hagamos
como el Apóstol San Juan, cuando Jesús le dio a María, en nombre de todos, como
Madre suya: Desde aquel momento -escribe el evangelista- el discípulo la recibió en
su casa. ¡Con qué amor, con qué delicadeza la trataría! Así hemos de hacerla
nosotros en cada jornada de este nuevo año y siempre.
Felicitación . “El Señor te bendiga y te proteja. Haga resplandecer su rostro sobre
ti y te conceda su favor. Que el Señor te mire con benevolencia y te conceda la
paz”.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)