Domingo XXVII Ordinario del ciclo A.
Seamos operarios en la viña del Señor.
Estimados hermanos y amigos:
¿Hemos reflexionado en alguna ocasión sobre el hecho por el que decimos que la
Iglesia a que pertenecemos los católicos es conocida como la viña del Señor?
Existen expresiones que asumimos como parte de una rutina cuyo significado
nunca descubrimos, las cuales forman parte de nuestro vocabulario, porque son
asumidas en nuestro entorno. Es esta la razón que me ha inducido a recordar el
hecho por el que la Iglesia es la viña del Señor.
La viña del Señor, no es una viña cualquiera, sino una sociedad en que, al mismo
tiempo que sus miembros son perfeccionados en todos los niveles posibles, se
espera de ellos que produzcan una cantidad de frutos equivalentes a la instrucción
que han recibido. Obviamente, no todos los cristianos podemos adquirir la misma
cantidad de conocimientos, pero el crecimiento espiritual no es comparable a una
carrera universitaria que exige la misma cantidad de conocimientos para todos los
que desean ejercerla para que su actividad tenga cierta calidad, pues Dios tiene
paciencia para instruirnos al ritmo que marcan nuestras circunstancias vitales.
Antes de que los Apóstoles de nuestro Señor fundaran la Iglesia, la viña del Señor
era el pueblo de Israel. Al conocer el significado que tiene el hecho de pertenecer a
la viña del Señor para nosotros, podemos interpretar la primera lectura
correspondiente a la Eucaristía que estamos celebrando.
En el texto que vamos a meditar a continuación, el Profeta Isaías nos habla de
Dios, -a quien tiene por su amigo-, de la viña de Yahveh, y de cómo, a pesar de ser
convenientemente cuidada, la viña produjo uvas que no podían madurar.
"Voy a cantar a mi amigo
la canción de su amor por su viña.
Una viña tenía mi amigo
en un fértil otero.
La cavó y despedregó,
y la plantó de cepa exquisita.
Edificó una torre en medio de ella,
y además excavó en ella un lagar.
Y esperó que diese uvas,
pero dio agraces.
Ahora, pues, habitantes de Jerusalén
y hombres de Judá,
venid a juzgar entre mi viña y yo:
¿Qué más se puede hacer ya a mi viña,
que no se lo haya hecho yo?
Yo esperaba que diese uvas.
¿Por qué ha dado agraces?
Ahora, pues, voy a haceros saber,
lo que hago yo a mi viña:
quitar su seto, y será quemada;
desportillar su cerca, y será pisoteada.
Haré de ella un erial que ni se pode ni se escarde.
Crecerá la zarza y el espino,
y a las nubes prohibiré
llover sobre ella.
Pues bien, viña de Yahveh Sebaot
es la Casa de Israel,
y los hombres de Judá
son su plantío exquisito.
Esperaba de ellos justicia, y hay iniquidad;
honradez, y hay alaridos" (IS. 5, 1-7).
Al leer el Antiguo Testamento, nos percatamos de que Dios amó al pueblo de
Israel, y lo cuidó como un padre cuida a su hijo, haciéndole muchos regalos,
demostrándole su amor constantemente, y disciplinándolo cuando se dejaba seducir
por el pecado.
El poema de Isaías que estamos meditando, nos hace conocer el corazón de Dios
herido por la maldad de su pueblo, pero ello no sucede porque Dios ni su Profeta se
preguntaban cuál era la causa por la que a Yahveh le habían salido las cosas mal,
sino para demostrarnos, -tanto a Israel como a los cristianos-, que Dios nunca
comete fallos, pues, su propio pueblo, tomó la decisión de desobedecerlo.
Dado que Israel se apartó de Dios, el Todopoderoso no quiso que el Judaísmo
fuese su religión definitiva, pero ello no sucedió por su odio para con Israel, sino
para que, al ver cómo los paganos se cristianizaban y se salvaban, los israelitas
también quisieran abrazar la fe que profesamos. Es esta la razón por la que San
Pablo escribió en su Carta a los cristianos de Roma:
"Pero insisto: ¿Será, tal vez, que Israel no ha entendido el mensaje (el
Evangelio)? Oigamos en primer lugar lo que dice Moisés: Os provocaré a celos (a
los judíos) con un pueblo que no es mío (los extranjeros a quienes los hermanos de
raza de Jesús despreciaban, que conocieron a Dios después de que lo hicieran los
judíos), haré que os irritéis al ver que concedo mi favor a una nación que no es
sabia (porque desconoce la sabiduría del Antiguo Testamento). Pero Isaías se
atreve a más todavía: Los que no me buscaban me encontraron; me manifesté a
los que no preguntaban por mí. En cambio, de Israel dice: Todo el día he tenido mis
manos tendidas a un pueblo indócil y rebelde" (ROM. 10, 19-21).
Al recordar la parábola evangélica que meditamos el Domingo XXV Ordinario (MT.
20, 1-16), podemos constatar cómo Jesús hizo que los creyentes reflexionaran
sobre el cumplimiento del texto de Moisés citado por San Pablo en el extracto que
hemos meditado de su Carta a los Romanos, pues, al leer los Hechos de los
Apóstoles, podemos constatar, cómo los cristianos procedentes del Judaísmo,
despreciaban a los extranjeros, y, apenas empezaban a aceptar a los paganos como
hermanos en la fe, querían imponerles sus normas religiosas, no para hacer de
ellos buenos cristianos, sino para que vieran a los judíos como una raza superior,
que había tenido el privilegio de ser conocida y amada por Yahveh, antes que ellos.
El texto de MT. 20, 1-16, es una constatación de que los judíos no debían
imponerles sus normas religiosas a los cristianos paganos, porque,
independientemente de la raza a que pertenezcan, Yahveh ama a todos sus hijos
por igual.
En el texto evangélico que meditamos el Domingo XXVI Ordinario (MT. 21, 28-
32), podemos constatar cómo los líderes religiosos de Israel incumplieron la misión
que les fue encomendada por Dios de ser ejemplos de fe viva, tanto para los
considerados pecadores como para los paganos, los cuales son considerados
mejores hijos del Altísimo que ellos, porque, aunque pierden parte de su vida por
causa de las razones que les impiden cristianizarse, acaban por abrazar el
Evangelio, y, por tanto, son alcanzados por la salvación divina.
El Evangelio que meditamos hoy (MT. 21, 33-43), nos recuerda cómo las
autoridades religiosas de Israel, a lo largo de su historia, hicieron todo lo
humanamente posible, por adaptar el designio de Dios a su conveniencia,
desobedeciendo los preceptos de Yahveh, y dejando, por tanto, de ser considerados
buenos hijos de su Creador.
Por último, en la parábola de las bodas del Cordero (MT. 22, 1-14) que
meditaremos el Domingo XXVIII Ordinario, vemos cómo el Judaísmo es sustituido
por el Cristianismo, pues, dada nuestra imperfección, no podemos salvarnos por el
efecto de nuestras obras, sino por la fe que depositamos en el Dios Uno y Trino.
Es satisfactorio el hecho de pertenecer a la viña del Señor, pero, ¿estamos
produciendo frutos que están a la altura del providencial cuidado que Dios tiene de
nosotros?
¿Imitamos el mal proceder de los judíos del tiempo de Jesús para con los
paganos, rechazando a nuestros hermanos de fe que no se amoldan totalmente a
nuestros criterios personales, a los cristianos no católicos, y a quienes carecen de fe
en Dios?
Concluyamos esta meditación bíblica, haciendo el propósito de aplicarnos las
siguientes palabras de San Pablo:
"Llenadme de alegría teniendo el mismo pensar, alimentando el mismo amor,
compartiendo los mismos sentimientos, buscando la común armonía... Portaos, en
fin, como lo hizo Jesucristo... Finalmente, hermanos, tomad en consideración todo
cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de limpio, de amable, de laudable;
todo cuanto suponga virtud y sea digno de elogio" (FLP. 2, 2. 5. 4, 8).