XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Pautas para la homilias
"Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis,
convidadlos a la boda".
¿En quién estaba pensando el autor del evangelio de Mateo cuando redactó estas
parábolas? En su propia comunidad que por una parte se plateaba un interrogante
y, por otra, estaba amenazada de un gran peligro.
El interrogante era: ¿Por qué el pueblo de Israel en su mayoría no se ha abierto a
Jesús y su predicación y lo ha rechazado tan brutal y radicalmente? ¿Acaso no es el
pueblo elegido por Dios, el pueblo de su Alianza, el objeto de su amor y su fidelidad
perpetuas? ¿Ha rechazado Dios a Israel? ¿Y por qué, al contrario, los que estaban
más lejos, los paganos y pecadores, lo han recibido? ¿Es casualidad, misterio
insondable o consecuencia de algo?
Y el Evangelista recuerda las palabras de Jesús: Dios ha preparado un banquete, y,
sin embargo, cuando todo estaba preparado, los invitados se han excusado e
incluso ha agredido y matado a sus enviados, los profetas y el mismo Jesús. La
destrucción de Jerusalén, acaecida ya cuando se escribe el evangelio, parece una
consecuencia de este rechazo frontal.
Ante esto, la primitiva comunidad podía sentirse agradecida porque Dios los había
invitado a ellos, los de fuera, los que según la Ley “no estaban en regla”, ni en la
nómina del pueblo de Dios a entrar en su banquete, el Reino. Sí, tenían razón al
sentirse agradecidos. Pero no a sentirse superiores. Aquí residía el peligro. Es fácil
sentirse bueno, cuando alguien es visto como peor. Confundimos el “ser buenos”
con el “ser mejor” que los otros. Pero ser bueno es colmar la propia medida, y no
quedarse a medias por encima de los demás.
El invitado que no tenía el traje de bodas refleja a todos que son sólo
“consumidores” del Reino. Como buenos consumidores pretenden (pretendemos)
únicamente gozar de los beneficios, pero no comprometerse con la tarea. Les (nos)
encanta rezar y reconocer a Dios como “Padre nuestro”, pero no están (estamos)
dispuestos a “hacer su voluntad” o a “compartir el pan” o a “perdonar a los que nos
han ofendido como Tú, Padre, nos perdonas”, ni a luchar “para no caer en la
tentación”.
A veces, se ha reducido el traje de fiesta, a las condiciones necesarias para la
comunión sacramental. Pero es algo más amplio. El “traje de fiesta” indica las
actitudes mismas de Jesús de las que tiene que revestirse el cristiano para ser
sincero y coherente, como nos indica san Pablo (Filp 2, 1-18), o como afirma
taxativamente san Juan: “el que es de Él, debe vivir como Él vivió” (1 Jn, 2,6).
Y un apunte más. Para los judíos, un pueblo económicamente pobre, amenazado
siempre por enemigos más poderosos, con un gran sentido comunitario, el cielo, la
gloria, el Reino, la meta de las esperanzas personales y cósmicas, se simbolizaba
bien como un banquete. En él no existe la escasez; hay alegría, fiesta, comunidad…
Después, se ha representado el cielo, y ahí están las pinturas barrocas de los
techos de tantas de nuestras iglesias, como una reunión donde todos los santos y
santas están, muy ordenadamente, sentados en nubes, con miradas extáticas o
hablando entre ellos, ante la Trinidad que aparece como una gran televisión con un
programa interesante que atrae la atención de todos.
Estos símbolos que estimulaban la ilusión y la esperanza de nuestros ancestros ya
no nos dicen nada: el banquete se ha hecho cotidiano (consumismo, botellón, etc.),
y la asamblea de los santos tocando el arpa, nos suena a algo infinitamente
aburrido.
Pero sin símbolos, no se alimenta la esperanza. Hoy hay crisis de esperanza,
porque sólo tenemos imágenes catastróficas y catastrofistas del futuro ¿Qué
símbolo tendríamos que utilizar actualmente para expresar de algún modo la
riqueza que es la persona de Dios misma, con toda la plenitud eterna que aportará
a todos y a todo en la Resurrección final? Preguntémoslo a nuestro corazón y que
los artistas lo sepan plasmar.
Fr. Francisco José Rodríguez Fassio
Convento de Sto. Domingo "Scala Coeli" (Córdoba)
Con permiso de dominicos.org