Domingo Vigésimo Noveno del Tiempo Ordinario A
“Pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”
Jesús se encontró, en diversas ocasiones, con coartadas de los jefes del pueblo
judío que buscaban la manera de desacreditarlo, acusarlo y así quitarlo de la
escena. Intenta comprometer a Jesús haciéndole una pregunta tendenciosa dada la
situación en que se encontraba el pueblo judío dominado por los romanos. “¿Es
lícito pagar impuesto al César o no?”. La pregunta tiene su trampa, pero Jesús la
esquiva con habilidad: “Pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de
Dios”.
La respuesta de Jesús trasciende lo anecdótico de aquel momento. Si al César había
que pagarle lo que era del César al llevar las monedas grabadas su imagen e
inscripción, todo ser humano lleva grabada la imagen y la inscripción de Dios.
Hemos sido creados a su imagen y semejanza (cfr. Gen 1, 26). De El somos, y no
hay ningún poder en la tierra, por grande o legítimo que sea que esté por encima
del hombre. Cada uno de nosotros, negro o blanco, rico o pobre, enfermo o sano,
sabio o ignorante, virtuoso o degradado es de Dios y lleva en su ser más profundo
grabada su imagen. Esta imagen de Dios, este ser de Dios, fundamenta nuestra
dignidad y fomenta nuestra soberana libertad. Porque somos de Dios, cada uno de
nosotros vale más que cualquier autoridad de la tierra. Esto se olvida fácilmente
dando origen a la despiadada discriminación, explotación y degradación de tantos
seres humanos a los largo de la historia, y también en nuestro siglo veintiuno.
El ser de Dios es válido para todo hombre. Para los cristianos y para los que no lo
son. Incluso para lo que no creen en Dios y se proclaman ateos. Lejos de toda
imposición, de toda superioridad, el anuncio de la fe cristiana no persigue otra
finalidad que ésta: que todos los hombres reconozcan la imagen que llevan dentro,
que es la imagen de Dios. Y nosotros, que lo reconocemos, cada domingo al
reunirnos lo celebramos, y en la Eucaristía devolvemos a Dios aquello que es suyo:
cada uno de nosotros, toda nuestra vida.
Esta grandiosa realidad nos cuesta reconocerla porque hemos creado muchos
dioses que están muy presentes en nuestra vida y en nuestra sociedad. Así se
desdibuja la imagen de Dios, y en nuestra vida, en nuestra manera repensar y de
actuar olvidamos la exigencias de actuar siempre al servicio de la verdad, de la
justicia, del amor, de la libertad, de la dignidad e igualdad entre los hombres.
Esta primacía universal de Dios no entra en competencia con las opciones políticas
humanas, con los poderes en la sociedad. Era lo que intentaban los fariseos y los
partidarios de Herodes: que Jesús afirmase en nombre de Dios una opción política.
Jesús rehuye la trampa y no porque fuera indiferente a la cuestión, sino porque
respeta la libertad de las diversas opciones, siempre que no sean en detrimento de
la dignidad y respeto de todo ser humano.
Jesús distingue claramente la religión de lo temporal, pero no contraponiéndolas,
sino integrándolas respetando su autonomía. No cortando la vida en dos: por un
lado el terreno del César, la política; y por otro, el terreno de Dios, la religión. La
religión y la política son distintas, pero trabadas entre sí. Es el mismo hombre el
sujeto y beneficiario de estas dos realidades con las que desarrolla su vida en este
mundo.
“Dar al César lo que es del César y dar a Dios lo que es de Dios” son deberes
complementarios, no excluyentes. El “dar a Dios lo que es de Dios” es lo primero, y
de ahí dimana el fundamento y la obligación también de “dar al César lo que es del
César”. Recordar que en la vida social está en juego la dignidad y la realización de
la persona humana, que tiene su fundamento en que ha sido “creado a imagen y
semejanza de Dios” (Gen 1,26), y “que es la única criatura a la que Dios ha
amando por sí mismo” (GS 24). Si esto es así, nunca se dará a ningún César,
llámese como se llame, lo que es de Dios: la vida y la dignidad de sus hijos.
Joaquin Obando Carvajal