VII
Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
La
gratuidad de los misericordiosos
El Evangelio de Lucas de
este domingo (Lc 6,29-38) es continuación del
discurso iniciado por Jesús con las bienaventuranzas que escuchamos el domingo
anterior y presenta uno de los temas principales de este evangelio: la
misericordia. El colofón de la instrucción de Jesús es “sean misericordiosos
como también el padre de ustedes es misericordioso” (Lc
6,36). Según todo lo que acaba de decir anteriormente el texto se entiende
claramente que la misericordia consiste en amar, ayudar y hacer el bien a los
otros, incluso a los enemigos, “sin esperar nada a cambio”. Con este mensaje
estamos en el corazón del Evangelio, en el contenido más específico de la fe
cristiana: el amor gratuito hacia los enemigos, que es capaz de desarmar todo
el dinamismo de violencia y de venganza en las relaciones humanas.
Romper la cadena de
venganzas y la lógica terrenal de devolver mal por mal es lo que ya cuenta el
texto de la primera lectura (1 Sam 26,2-23) mostrando el respeto a la vida del
enemigo, cuando David desaprovecha intencionadamente la oportunidad de dar
muerte a Saúl, su enemigo, por no querer atentar contra el ungido del Señor.
Sin embargo el evangelio lleva a su máxima expresión la revelación divina sobre
la relación de los cristianos con los enemigos enseñando abiertamente, con
sentencias y con ejemplos, el amor a los enemigos. Jesús enseñaba desde el
principio este mensaje, que luego él mismo puso en práctica en la cruz,
perdonando a sus enemigos.
En la explicación lucana
de la que se considera la regla de oro de la moral (“traten a los demás como
quieren que ellos los traten”) hay que resaltar la triple pregunta de Jesús en
los tres supuestos mencionados: Si aman a los que los aman…, si hacen bien a
los que les hacen bien…, si prestan a los que les pueden pagar… “¿Qué gratuidad
es la de ustedes?” (literalmente la palabra griega jaris se
podría traducir: “¿qué gracia es la de ustedes?”). De esta manera quedan
destacados los elementos de la gratuidad en el don y el dar sin esperar nada a
cambio como aspectos genuinos de la gracia inherente a la misericordia.
Con todo, el sello que
marca toda esta enseñanza de Jesús es la palabra “misericordiosos” mencionada
dos veces al final. Es un adjetivo (oiktirmon) reservado exclusivamente por Lucas para
esta lección introductoria de uno de los temas principales de su evangelio.
Creo que merece la pena
concentrar nuestra atención en la misericordia orientada también hacia los
enemigos. En Lucas se utilizan también otros dos términos significativos de
este tipo de amor misericordioso: el sustantivo eleos, (misericordia)
y el verbo splanjnizomai (misericordear). La palabra “misericordear”
ha sido admirablemente rescatada de la semántica y del rico vocabulario del
Nuevo Testamento por el Papa Francisco para mostrar activamente la misericordia
de Dios. Todo este vocabulario nos puede servir para recuperar la fuerza
misionera y evangelizadora de una palabra formidable, cuya riqueza se diluye
frecuentemente desde una utilización netamente espiritualista y casi
exclusivamente religiosa.
En las conclusiones del V
Congreso Americano Misionero, n. 5 se explica así: La misericordia es el rostro
polifacético del amor de Dios ante la miseria del hombre, al cual Dios le
ofrece la ayuda concreta y adecuada mediante sus misericordias, es decir,
mediante sus obras concretas de misericordia. Y esa misericordia es la que Dios
quiere también entre los seres humanos, tal como refleja la expresión de Oseas:
“Misericordia quiero y no sacrificios” (Os 6,6; cf. Mt 9,13; 12,7; Mi 6,8; Is 58,6-10).
Jesucristo es el rostro
vivo de la misericordia del Padre (MV 1) y nos invita a poner en práctica la
misericordia entre nosotros especialmente en la parábola del buen Samaritano (Lc 10,29-37). Ésta resalta la ejemplaridad de la
misericordia en el que se hizo prójimo de aquel ser humano sumido en la
miseria. “Misericordear” consiste en volcar el
corazón hacia el otro en situación de miseria y prestarle ayuda adecuada,
oportuna y concreta. Es el amor que lleva consigo la valoración y el
reconocimiento del otro, independientemente de su procedencia y de su identidad
social, étnica, cultural o religiosa. La misericordia es, sobre todo, derroche
de gratuidad amorosa desbordante, una acción liberadora y, en cierto modo,
inesperada que va más allá de lo previsible. La misericordia se hace
especialmente presente en la debilidad y en el sufrimiento humano como
salvación, liberación y perdón.
El Papa Francisco
recordaba en el año jubilar de la misericordia (2016) que Jesucristo es el
rostro vivo de la misericordia del Padre y nos invitaba en el lema del
mismo a poner en práctica la misericordia entre nosotros siguiendo la llamada
del Evangelio de Lucas: “Sean misericordiosos como el Padre de ustedes es
misericordioso” (Lc 6,36). El panorama que Jesús
encuentra se ve atravesado de sufrimiento, de hambre y de injusticia a la
orilla de todos los caminos, con enfermos y pobres, con lisiados y
endemoniados, con toda una exposición permanente de la miseria humana, que
Jesús descubre y no evita; antes bien hace histórica la misión para la que
había venido a este mundo (Lc 4,16-21).
Una nueva mentalidad
deriva de la misericordia entrañable y compasiva de Jesús, que como
tantas veces en los evangelios, va desvelando el amor de Dios en él y su
concentración en los últimos de la sociedad, en los marginados, en los
pobres y en los enemigos. La misericordia es un amor apasionado,
profundamente espiritual, que conmociona las vísceras, afecta a toda la
persona y la pone en movimiento hacia la persona amada. Es un amor que
atiende con la fuerza del espíritu la miseria humana presente en el
prójimo y se verifica en múltiples acciones que nacen del corazón.
Ese tipo de amor
misericordioso rompe todas las barreras, incluso la de la enemistad, la de la
rivalidad y la venganza, con tal de atender al otro, pues el otro, aunque sea
un enemigo, es una persona amada de Dios.
Si somos capaces de misericordear no
sólo incluyendo a los excluidos sino reconciliándonos con ellos y perdonando y
atendiendo a los enemigos, entonces podremos crear una nueva cultura en la
civilización del amor, la cultura del hombre nuevo, regenerado por el Evangelio
para vivir como hijos del Altísimo, a imagen del hombre celestial (1 Cor 15,47-49). Feliz domingo.
José Cervantes Gabarrón,
sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura