8ª semana, tiempo ordinario. Martes: Mc 10, 28-31

Jesús acababa de tener una decepción: Había invitado al “joven rico” a seguirle; pero aquel joven se había marchado dándole la espalda, porque estaba atado a sus riquezas. Jesús diría a continuación que no es malo tanto el que tiene bienes como el que está apegado a esos bienes, aunque no sean muchos. Para estos, los apegados a los bienes temporales, les es muy difícil conseguir la salvación, mucho más si además tienen mucho dinero, pues les es más difícil ponerse en las manos de Dios.

Entonces san Pedro, voluntarioso siempre él y hablando en nombre de sus compañeros, le dice a Jesús que ellos sí han dejado todo y le han seguido. Es muy posible que hubiera en este testimonio no poco de vanagloria, pero también indica una gran generosidad. De hecho habían dejado todo o mucho y seguían a Jesús. El problema está en que se pueden dejar las cosas de forma material y seguir apegados a ello. O se puede seguir a Jesús de forma material, pero no haber dejado los egoísmos ni las actitudes de soberbia y aspiraciones de poder, contrarias al sentir de Jesús.

¿De qué entrega o donación se trata? A través de la historia sagrada, escrita en la Biblia, Dios ha ido iluminando sobre la idea de “sacrificio” o donación a Dios. Al principio, como en otras religiones, ofrecer sacrificios a Dios es ofrecer animales o cosas que le sirven al hombre, pero que se ofrecen a Dios. Hasta que en los profetas va surgiendo la idea de que lo que más agrada a Dios es el sacrificio espiritual, que es la misma vida de cada uno. Para Jesús esta vida se concretará en el cumplimiento de los mandamientos, que es hacer la voluntad de Dios. Pero debe ser un sacrificio que se hace como alabanza a Dios, como el dar gracias. Y todo hecho con amor.

El seguir a Jesús será un esfuerzo humano, pero será sobre todo un don o una gracia dada por Dios. Seguir a Jesús es romper con cualquier atadura que nos impida correr hacia El. Ello requiere una austeridad efectiva y una gran generosidad. No se trata de despreciar las cosas, ni menos a la familia, pero sí de desapegarse de todo ello. No se trata tampoco de un regateo con Dios, como decir: “te doy para que me des”. No es renunciar a la felicidad, de la cual Jesús promete mucho más. Lo importante no es renunciar por el hecho de dejar, sino hacerlo con buena cara, sin darnos importancia, sin aparentar que nos cuesta ni llamar la atención, sin buscar aplausos, sino con sencillez y autenticidad interior: hacerlo como humilde alabanza al Señor y como servicio hacia los demás. San Pedro, entonces aún bastante imperfecto, parece estar pensando en puestos de honor y recompensas humanas o mundanas.

La respuesta de Jesús es grandiosa. Es esperanzadora, pero misteriosa a la vez. Los que dejen todo por El recibirán aquí cien veces más y después la vida eterna. No se trata de cantidades aritméticas, sino de formar, como así es, una nueva familia en torno a Jesús. De hecho son millones de hombres y mujeres los que han dejado todo y su familia por Jesús y han encontrado otra familia mucho más numerosa, porque el amor continúa y aumenta los bienes comunes. Claro que todo ello suele ser en medio de persecuciones y contrariedades que se levantan por doquier. Jesús no promete aplausos, sino cruz; pero sabemos que por la cruz llegamos a la resurrección. Esto lo experimentó la primitiva comunidad que vivían felices como una gran familia, aunque en medio de persecuciones. Y lo han experimentado todos los santos.

Vale la pena seguir a Jesús. Los que le han seguido de verdad han sentido en su alma un gozo y una paz que supera con mucho las alegrías y consuelos humanos. Se pueden tener cosas, pero vivir desapegados de ellas es difícil. Para ello hace falta entregarse a Dios. Las cosas deben ser medio para amar a Dios. Parece una locura, como sería sufrir por Cristo sin amor. Quien sufre por alguien a quien ama se crece y enaltece, siente que recibe más de lo que ha podido dar. Y sabe que el padecer no es eterno, sino que terminará en gloria.